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Las tajadas y los puentes ANTONI PUIGVERD

Entre el aliento de Fraga y el acaloramiento de Pujals, la clásica táctica de ser a la vez español y catalán del año ha sido rizada hasta tales rizos que una significativa parte de los votantes habituales ha perdido el norte: se ha abstenido o se ha vengado. La ERC de Carod se alimenta de la herida que sangra por este flanco de CiU. El tiempo, por otro lado, no ha pasado en vano. El tejido pujolista empieza a deshilacharse. Se observan detalles claros de pérdida de contacto de los burócratas de CiU con aquel segmento de votantes definidos como la nostra gent. Es verdad que en todos los partidos abundan los tipos menores que, por haber besado en público y durante años el logotipo, son premiados con cargos, puestos y representaciones para los que tienen nula preparación y en donde actúan con escasa solvencia. Es cierto que en el PSC los hay tan antiguos y fondones como en Unió o Convergència y que en los partidos pequeños están mayormente en forma embrionaria. En el PSC hay ineptos, ciertamente; pero en casi 20 años de gobierno pujolista, con tantas comarcas, organismos autónomos, departamentos, fundaciones, instituciones, diputaciones y entes afines, es insuperable, por fabulosa y excepcional, la colección que CiU ha logrado reunir de zánganos autonómicos, de murciélagos patrióticos y de parásitos de la sagrada Administración. Esta colección es carísima y empieza también a pagarse. El mismo clima que oxida a Pujol está allanando el camino de Carod. Al frente de un partido joven en cuadros y viejo en memoria, tiene Carod-Rovira algunas buenas cartas en su mano para zamparse una notable tajada del melón nacionalista de raíz romántica que el Gobierno de Pujol, gracias a sus medios públicos y a sus planes de enseñanza, ha cultivado durante estos casi veinte años. A la raíz romántica, mayormente cultural y lingüística, ERC añadió hace unos años el suplemento ideológico de la "irritación fiscal" contra España: se trata de halagar el instinto de propiedad más que el de identidad, algo que puede tener rendimiento al margen del idealismo cultural, como ha demostrado Bossi, il senatur lombardo. Ya en tiempos de Colom se inició este camino, bastante antes de que Pujol inventara estos tenebrosos anuncios de un niño catalán al que quitan parte de su juguete para engrandecer el juguete del niño castellano. Mediante el discurso del dinero perdido, pretende ERC lograr tajada en el gran fondo de votos que abrumadoramente y con puntual rutina recibe el PSC en todas las elecciones no patrióticas. Y es que, para que el proyecto de Carod pueda ser factible, necesita ERC no sólo el declive pujolista, también el fracaso de Maragall. De ahí la "equidistancia" y el áspero latiguillo con el que se refiere a los dirigentes socialistas: "la izquierda pija". Carod-Rovira presenta al PSC como un partido tan envilecido como CiU, alzado sobre los mismos intereses de casta dirigente envejecida. No le falta parte de razón en este punto. El PSC, y no sólo por la vía que conecta con los años locos del PSOE, tiene mucho que cambiar. Pero cuenta, al revés que CiU, con algunos buenos ases. De una parte, la limpieza, la gracia y la capacidad transformadora con la que ha ejercido el poder local, del que es abanderado. Uno imagina la misma potencia transformadora aplicada al país, al estilo por ejemplo de Barcelona o Girona, y le sale, no esa escenografía moderna, domesticada y publicitada que tenemos ahora, sino algo bastante más vivo, variado, creativo. Algo menos envarado, más acorde con la bulliciosa fuerza de la sociedad civil. Un país con todas sus carnes sociales en danza. Cuenta el PSC, además, con una saludable cultura de la derrota (agudizada por la conciencia de la crisis de los valores de izquierda) que ha inmunizado a un sector de sus dirigentes y a un enorme segmento de sus votantes, frente a la peligrosa pretensión de monopolizar la verdad. Si algo sobra en Cataluña es el filtro permanente y obligatorio de la verdad nacional que se impone, en todos los terrenos y a cualquier precio, a la variedad de sensibilidades, tradiciones y visiones que contiene el país real. A mi entender, Maragall, en su trabajo barcelonés, en su actual periplo escuchador o en sus reflexiones ideológicas (el patriotismo concéntrico, el federalismo interior) no está definiendo una verdad alternativa, sólo pretende salvar o construir puentes. No se trata de una táctica para ganar elecciones sin comprometerse. Se trata de una estrategia de relectura nacional. Los puentes sirven para encontrarse. En un país que se está construyendo en compartimientos estancos, los puentes pueden conectar a pijos y progres, a nacionalistas y antinacionalistas, a urbanitas y periféricos, a charnegos y comarcales. Rescatando la visión unitaria y dialogante que está en la memoria de nuestro pasado más reciente, una gran mayoría de ciudadanos podría encontrarse en un espacio abierto y constructivo. Para hablarse, mezclarse y recrear el país. Desde el gozo de la variedad, no desde el sometimiento a un destino. Me pregunto, sin embargo, pensando en las elecciones que se avecinan, si el gozo de la diversidad y del interés hacia el otro no es ya, en la Cataluña actual, un fantasma del pasado, un mito de la generación progresista, aquella que, habiendo encabezado la resistencia y estando llamada a protagonizar la reconstrucción de Cataluña, no pudo o no supo estar a la altura y, a pesar de acertar en muchas asignaturas, falló en la principal. Casi veinte años de cultivo pujolista son muchos: el etnocentrismo ha creado religión y aversión. La Cataluña homogénea es irreal, imposible, pero puede no serlo el afán de lograrla. De manera que, si Maragall no logra su objetivo y el pujolismo ofrece el espectáculo de su lenta putrefacción, podríamos acabar entrando en un escenario nuevo, con un sistema de partidos sin grupos hegemónicos, en el cual la ERC de Carod tendría, ciertamente, más espacio, pero también sus contrarios simétricos. Un escenario socialmente más áspero y definitivamente en negativo. No el modelo quebecois ni, naturalmente, el vasco, sino el belga: inacabables rencillas interiores, domésticas, entre flamencos y valones que no quieren perder el confort europeo y que, por lo tanto, no se pelean a lo bruto como los irlandeses de Belfast, pero que no se perdonan una y pasan los días chinchándose.

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