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Tribuna
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Universidad dimitida

Hace ya bastantes años, durante una agradable sobremesa, un alto, altísimo cargo con la UCD, persona de apariencia adusta, cuando no ceñuda, pero socarrón y corrosivo, me narró una divertida anécdota. Había una vez un joven ingeniero agrónomo destinado en la delegación de Agricultura de una provincia del interior, bien dotada de caza. Durante un ojeo para Franco, al que como su primo Pacón cuenta le gustaba matar -en este caso perdices- a millares, se produjo, por despiste o por una inoportuna jugarreta del Parkinson, un disparo fortuito en la escopeta del general, con la desgraciada secuela de rociar con perdigones a alguien precisamente en esa parte del cuerpo donde la espalda pierde su honroso nombre. Conturbado por el incidente, el dictador mandó interesarse por el proceso de curación del herido y, fruto de aquel interés, ayudado además en este caso por un sonoro apellido muy vinculado al régimen, dio comienzo la carrera política de aquel joven ingeniero agrónomo que, según mi sarcástico interlocutor, se llamaba Jaime Lamo de Espinosa y Michels de Champourcín, el cual llegaría con el tiempo a ser ministro de Agricultura, diputado cunero por Castellón, padrino político de Farnós y, en la actualidad, asesor sin sueldo del presidente Zaplana. Claro que esto de los asesores sin sueldo de Zaplana no pasa de ser una guasa eufemística porque o en la cosa pública o en las siempre socorridas cajas de ahorro encuentran luego suficiente remuneración, pecuniaria y socialmente hablando. Quedaba Lamo, al que acaban de regalar los doce millones del premio de Economía Jaume I, situándolo en el mismo ilustre panteón -algo ya devaluado, cierto es, por la presencia de Tamames, también premiado bajo la égida popular- que a Fuentes Quintana, Estapé, Sardá, Alcaide o Espasa, pese a la escasa, enteca, leve entidad de su obra, sin que nuestras facultades de Ciencias Económicas declaren tres días de luto en señal de duelo científico por tamaño desafuero. Pero es que nuestras universidades, mayormente la del cap i casal, están dimitidas socialmente hace años y ya puede ocurrir lo que sea, como por ejemplo nombrar un comité asesor para el Museo de las Ciencias valenciano compuesto exclusivamente por siete premios nobeles -¡cinco de Medicina! y dos de Química- sin que en el campus de Burjassot se lancen a construir barricadas los físicos y matemáticos ni los científicos valencianos en general, objetos en definitiva del menosprecio de un gobierno que sólo aspira a la foto en las giras turísticas de nobeles organizadas por el profesor Grisolía, evidenciando nuestra auténtica y triste condición de república bananera que, ante la nula reacción académica, se dedica a pagar periódica y generosamente espléndidos viajes a unos laureados investigadores los cuales, llegados aquí, ni se molestan en impartir una mísera charla durante sus frecuentes vacaciones valencianas pagadas con el dinero de todos, en un alarde de despilfarro improductivo que nada nos reporta excepto una fugaz gloria publicitaria a quienes se benefician de esos bolos seudocientíficos. Nada de eso convulsiona los recintos universitarios ni, mucho menos, provoca que a quienes corresponde y deberían rompan su habituales y estruendosos silencios, satisfechos y confortados en un solipsismo académico no ya ajeno sino inmune por completo a la realidad circundante. Dimitidos y anestesiados.

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