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Tribuna
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La tranquilidad y la furia

Josep Ramoneda

"Con el panorama catastrofista que usted ha pintado es un milagro que hayamos llegado al tercer año de gobierno", dijo José María Aznar en su primera réplica a Joaquín Almunia. Pero con el panorama triunfalista que el presidente del Ejecutivo dibujó desde su primera intervención es un milagro que el PP no haya ganado con 20 puntos de ventaja las pasadas elecciones. Sobre este doble grado de irrealidad se construyó el duelo entre los dos principales tenores del debate del estado de la nación. Un duelo que tuvo un tercer protagonista inesperado: un muy gesticulante Rodrigo Rato, con muchas ganas de hacerse ver, quizás para que las cámaras dejaran claro quién suministraba el grueso de los datos a Aznar. Presidente y secretario general parecen estar convencidos de que repetir insistentemente una idea acaba convirtiéndola en realidad. Y, así, Aznar se columpió incesantemente en el "España va bien" y Almunia reiteró que el tiempo del PP se acaba y que van a ganar, confiando ambos en que sus sentencias contradictorias adquieran carácter preformativo.

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Oficiando de hombre tranquilo, Almunia rompió la estrategia de los diputados populares que intentaron repetir el trabajo de ultrasur que tan buen resultado les dio contra José Borrell. En su discurso trató de construir el retrato de Aznar que el partido socialista usa confiando en que cuaje entre los ciudadanos como perfil del enemigo a batir. Un presidente que practica el travestismo político cambiando de estrategia según la coyuntura, que ha hecho de la dejación de responsabilidad un estilo y que se desliza con natural querencia hacia el autoritarismo. Para confirmar este talante describió los cuatro principios del método político de Aznar: laminar las discrepancias internas, negar legitimidad a la oposición, ceder ante aquellos que le son necesarios para mantener el poder, apoyarse en un sólido aparato de propaganda. Cuatro principios que confirman que la concepción del partido es la herencia más perdurable del leninismo. Quedaba una duda: si esta imagen que los socialistas reiteran del presidente coincide con la percepción que de él tiene la sociedad.

Al empezar con furia su primera réplica, un Aznar agresivo, que conoce perfectamente los resortes de este tipo de debates y que ha aprendido el ejercicio de apoyar con cifras de quita y pon contundentes descalificaciones del adversario, pudo, sin embargo, producir un efecto de enfoque entre su rostro y el que había dibujado Almunia. Como le ocurre demasiadas veces, le pudieron el desdén y la arrogancia, que parecen ser enfermedades profesionales del poder. Hasta que el empacho de números le hizo bajar el tono, tuve la sensación de que el propio Aznar estaba dando la respuesta a la pregunta que más le desasosiega: ¿por qué no acaba de despegar si las cosas le van tan bien? A veces, da miedo.

En socialdemócrata, Almunia puso la proa a la cuestión de las privatizaciones. Se puso pedagógico el secretario general. Confunden, les dijo, liberalizar y privatizar. Por liberalizar entienden entregar el mercado a un oligopolio de dos o tres empresas que hacen y deshacen en perjuicio del consumidor. Por privatizar, que algunos amigos suyos se queden con empresas públicas. Y de ello dedujo algunos efectos graves: estrechamiento de la pluralidad informativa, manipulación de los precios de determinados productos. Sus propuestas finales de consenso, en las que quiso pasar del tono de opositor crítico al de político con vocación de Estado, no apagaron la irritación que se hacía creciente en el banco azul.

No han nacido los políticos para grandes alardes de imaginación. Aunque parezca mentira, por vergüenza intelectual de lo obvio, Aznar contestó a las cinco estrategias distintas que Almunia había descubierto en sus tres años de zigzagueo político con el argumento de los tres contrincantes. Tercer debate del estado de nación, tercer opositor enfrente. Y un argumento constante: ustedes son el pasado, no queremos recetas fracasadas. Tal es la tendencia del presidente a mirar el retrovisor que, tres años después de llegar a La Moncloa, todavía hay momentos en que su discurso retoma acentos más propios del líder de la oposición. Y, así, el pasado de Almunia como ministro se convirtió en punto de referencia para contrastar los datos que Rato había cocinado para el presidente. La insistencia en pedir a Almunia que pusiera propuestas sobre la mesa puede tener alguna eficacia dialéctica, pero tiende a confundir los papeles. Y ésta es una concesión que el titular no debe hacer nunca al aspirante.

Aznar confirmó su oficio y exhibió esos modos que le impiden seducir a pesar de ganar. Almunia es la imagen del socialdemócrata de fondo hecha carne. Y de este estilo se sirvió no sólo para sobrevivir en el debate, sino también para dejar constancia con la mayor naturalidad, por mucho que pese a Tony Blair, el hombre del que todos son amigos, de que la derecha y la izquierda todavía son distintas.

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