Las vacaciones de los héroes PONÇ PUIGDEVALL
El día que me venció la curiosidad y fui al Museo del Cine de Girona para ver la selección de tráilers de películas famosas que se exhiben con el título de Formes de seducció, recordé un texto escrito en agosto de 1980 por Pere Gimferrer. Se llamaba Tornen els herois. Figura en el segundo volumen de su Dietari, y era un emotivo elogio de personajes como Fletcher Christian, el sublevado de la Bounty, el capitán Achab y Davy Crockett, de Rhet Butler y de aquel borracho y aquella misionera que emprendieron una acción de sabotaje a bordo de La Reina de África. Era un elogio de los actores que les dieron rostro y de una forma de producir y hacer películas que poca relación tiene con la predominante en las últimas décadas, unas películas que cualquier espectador de mi edad podía conocer gracias a las sesiones televisivas de los sábados por la tarde. Pero las palabras de Gimferrer dejaban también un margen para la queja, y se preguntaba por qué aquellas películas sólo se podían ver en los cines cuando llegaba el verano y disminuía la oferta de una cartelera absolutamente rutinaria y sin imaginación. Y mientras empezaba la proyección en la sala vacía del museo y la pantalla se iluminaba con fragmentos de películas como Frankestein o El enemigo público, mientras empezaba la muestra de las estrategias de promoción, seducción y venta diseñadas por los departamentos comerciales de los grandes productores, pensé que 20 años después del texto de Gimferrer, el espectador ya no disponía ni de una sola ocasión para disfrutar en su medio natural, en una pantalla grande, las películas homenajeadas en esta muestra del Museo del Cine. Pensé que 20 años después, a pesar de la abertura de cines multisalas por doquier, a pesar de casos aislados tan ejemplares como el de las salas Méliès de Barcelona, era imposible acercarse a estas películas lejos de circuitos especializados como la Filmoteca. Pensé que por culpa de las leyes de la competencia, ni la programación rutinaria ni la falta de imaginación se iban nunca de vacaciones. Mientras las promesas que contenían los fragmentos de películas como El viaje de Sulivan y La reina Cristina de Suecia seducían gracias a su maestría suficientemente reconocida, iba también descubriendo que aun en las estrategias comerciales pueden detectarse los cineastas con un puro instinto visual. Había películas que basaban su esfuerzo de convicción para atrapar espectadores en el uso insistente de los adjetivos encomiásticos más recurrentes en los labios de los vendedores de feria, pero la eficacia de estos burdos recursos verbales quedaban superados cuando el poder de persuasión se hallaba en el uso de los recursos inherentes al medio cinematográfico, cuando la propaganda desaparecía y se permitía que la forma de seducción fueran la voz de los actores y la imagen. Para promocionar Ciudadano Kane, Orson Welles aprovechaba la riqueza de su voz y el aspecto teatral de los platós, los hermanos Marx llevaban al delirio los títulos de crédito de Una noche en la ópera, y Howard Hawks y Bogart recurrían con malicia al juego intertextual para anunciar El sueño eterno y reírse, de paso, de El halcón maltés. Pero quien debe llevarse los aplausos más fervorosos es Alfred Hitchcock en su papel de eficiente vendedor de pisos, enseñando las habitaciones, desde el recibidor hasta el baño, de la casa que preside como una amenaza todas las secuencias de Psicosis. Habrá quien recuerde con nostalgia las circunstancias personales en que vio por primera vez estas películas, habrá quien recupere algunos gestos de un actor y habrá quien se reconozca en alguna frase memorable o en el compás de alguna melodía, y habrá quien lamente ignorar los criterios selectivos que se han seguido para organizar esta exposición. Pero también habrá quien recuerde el texto que escribió Pere Gimferrer y no entienda, si 20 años atrás los héroes de siempre volvían al menos una vez al año a las pantallas de los cines de verdad, por qué razones ahora se encuentran de vacaciones obligadas como si alguien con escaso juicio hubiera decidido su jubilación. A veces me digo que dejé de ir al cine el día que descubrí que era incapaz de compartir emociones y secretos del corazón al lado de desconocidos que invadían con los brazos la butaca ajena, al lado de desconocidos que cometían la bajeza de devorar como posesos palomitas de maíz y otras porquerías. Pero también sé que rectificaría con entusiasmo mi decisión el día que la cartelera cinematográfica me regalara el placer de contemplar en una pantalla de cine las películas que ahora se anuncian inútilmente en el Museo del Cine. Sé que ni la mala educación de los desconocidos ni sus rudimentarios gustos alimenticios impedirían que fuera a festejar el fin de las vacaciones de los héroes cinematográficos de calidad.
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