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Otra vez Carmen

J. M. CABALLERO BONALD Acabo de leer por ahí que Carmen, la más que manoseada heroína de Mérimée, fue "una mujer comprometida con su época". Nunca lo hubiera pensado, es que ni idea. Así que me ha parecido por lo menos sorprendente la atribución de tan inaudita cualidad a la veleidosa cigarrera sevillana. Creo que quien defiende con mayor empecinamiento semejante hipótesis es Salvador Távora, a partir sobre todo de su versión escénica del cuento de Mérimée: esa "ópera andaluza de cornetas y tambores" cuyo sólo enunciado parece anticipar algún exceso acústico. No pretendo enjuiciar ni el valor artístico de esa obra ni su presunta aspiración a neutralizar tantos consabidos lastres folclóricos, pero sí me tienta sugerir algún correctivo general. La figura de Carmen ha sido objeto de muy peregrinas interpretaciones. Casi todos los comentaristas coinciden en defender la peculiar noción de la libertad que anima en todo momento al personaje de Mérimée y, correlativamente, de Bizet. Nada que objetar. Carmen fue en efecto una mujer libre, de una independencia más bien antojadiza, una mujer que "afrontó incluso su propia muerte en defensa de esa libertad", como reitera Alberto González Troyano en su espléndido libro La desventura de Carmen. Pero -que yo sepa- nadie ha sacado ninguna conclusión relacionada con la actitud socialmente comprometida de ese confuso modelo femenino, no ya por lo infundada de la suposición sino por lo insólita. Mérimée, que fue un ponderado cronista de la vida andaluza, creó un personaje surgido de la más pueril tipología popular andaluza: esa gitana seductora, embaucadora, supersticiosa, díscola, que además -según Mérimée- "hablaba bastante bien el vasco", lo que ya roza directamente el desatino. Pienso que, a no ser por la eficiente apoyatura musical que supuso la ópera de Bizet, por su muy profusa tramitación de exotismos, Carmen no habría pasado de ser la protagonista de un melodrama carente del menor atractivo literario y mucho menos humano. Pero la ópera hizo de Carmen una aspirante al mito de Carmen. Lo malo es que ese mito se parecía mucho a una majadería que el uso ha ido perfeccionando. Todos los tópicos de la imaginación romántica están ahí reducido al peor de los clichés: esa mezcla de bandoleros generosos, pasiones primitivas, embrujos gitanos y demás trivialidades de guardarropía que Carmen arrastró consigo. Pretender buscar por ahí un compromiso social o una postura en favor de los derechos de la mujer, es manifiestamente un despropósito. Lo mejor que podría ocurrirle a Carmen -a su tornadiza representación social- es que terminara ingresando en el panteón de los olvidos decorosos. Si su muerte literaria, a manos de otro fantoche -don José-, obedeció a "la necesidad social del castigo", su desaparición de la genuina estirpe popular de Andalucía sería de lo más deseable. No por ninguna especial suspicacia, sino como una simple consecuencia del veredicto justiciero del tiempo. Quizá se consiga invalidar así la obstinada divulgación de un tópico de tan ridículos aderezos raciales y culturales.

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