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Tribuna
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La derrota de los púlpitos

Tienen los dos algo de Júpiter tonante y del Bautista proclamando la buena nueva: el gesto tantas veces airado, el índice disparado al cielo, la regañina perpetua, la exhortación al camino recto, las llamadas a la penitencia y, sobre todo, la promesa de una tierra a la que deben conducir, por misión divina, a un pueblo perezoso, demasiado dispuesto a desviar su corazón para adorar al becerro de oro. Cuando hablan subidos a la tarima, una luz especial refulge sobre sus cabezas; el halo de los elegidos, de los que se saben en posesión de la verdad. Son los dos muy mayores y han recorrido un largo camino, como si vinieran de otro tiempo y de lejano lugar. Tan mayores son y de tan lejos vienen, que no verán con sus ojos la tierra que mana leche y miel, pero no por eso defallecen en su fe. Pues de una fe es de lo que efectivamente se trata: fe en el pueblo. No, claro está, en el pueblo tal como es o como se manifesta cuando dispone de una ocasión para expresarse, sino en el pueblo como está llamado a ser aunque lo ignore y aunque extravíe, por obra de ciertos malandrines mediáticos, el camino de su auténtica plenitud. Ése es el pueblo que ellos se disponen a redimir, aun a costa de sus vidas y de su marginación y aunque les valga improperios y crucifixiones: se nos persigue, lamentaba Anguita; se quiere nuestra rendición, tronaba Arzalluz.

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El pueblo parece que se ha cansado de escucharles: muchos de los que antes prestaban oído a sus palabras han preferido esta vez quedarse en casa; otros han ido a llamar a la puerta del vecino. Pero eso nada afecta a la verdad de su prédica. Ninguno de los dos ha podido sacar consecuencias políticas de los resultados electorales; ninguno ha sido capaz de percibir los motivos de su retroceso, las causas de su derrumbe; ni ha caído en la cuenta de que, al impregnar la política de fervor religioso y de verdades últimas, han estado durante los últimos tiempos trabajando para otros: para Euskal Herritarrok, en el caso de Arzalluz, para el PSOE, en el de Anguita, dos partidos que rápidamente se han presentado como los únicos ascendentes, aunque lo sean más por el trasvase de votos ajenos que por conquista de nuevos.

No lo perciben, ni, lo que es peor para sus formaciones políticas, pueden percibirlo porque la firme creencia en sus fines últimos, la nación o el socialismo, y la embriaguez que les produce su propio discurso es como un velo que les oculta los hechos. Cuando despierten de su ensoñación tendrán que admitir que nunca podrán ser la única orilla a la que emigre toda la izquierda española, en un caso, ni el único eje sobre el que gire toda la política del País Vasco, en el otro. Que se ha abierto el terreno de juego, que nadie es el dueño de ninguna orilla, y que todo, hasta el intocable papel del PNV como gozne institucional de Euskadi, es negociable; que la partida comienza de nuevo porque hemos cambiado de baraja y se han repartido otras cartas.

Percibirlo requiere un doloroso ejercicio al que están poco acostumbrados: en lugar de exhortar al pueblo, prestar atención a lo que dicen los ciudadanos. Pero eso exige bajar del púlpito y hablar pie a tierra, o con los pies en la tierra, único modo de salir de la nebulosa de la fe y entrar en los terrenos de la razón. Es buena hora de ahorrarse las grandes palabras y de hacer política, que es negociar, ceder, llegar a acuerdos, para todo lo cual estorba la posesión de la verdad absoluta. Ningún pacto debe ser descartado, pues cuando se aceptan las mismas reglas de juego, ninguno hay contra natura excepto el que tienda a marginar o aislar a una determinada formación política por la única razón de su siglas. Si no fuera un abuso de lenguaje atribuir cualquier designio al llamado cuerpo electoral, se podría decir que éste es el "mensaje" que los ciudadanos envían a los políticos: hagan política, señores, y déjense de monsergas, que en los tiempos que corren ya no quedan púlpitos ni en las iglesias.

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