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Alcachofas

Miguel Ángel Villena

MIGUEL ÁNGEL VILLENA Con aquella lengua tan afilada que no respetaba ni a tirios ni a troyanos el desaparecido Ricardo Muñoz Suay solía decir que, en Valencia, cuando das una patada en el asfalto aparece una alcachofa. Brota ahora este recuerdo cuando la capital compagina un vertiginoso crecimiento urbanístico con efluvios cada día más rurales. Quizá suene a paradoja pero muchos liberal-conservadores valencianos tienen su corazón anclado junto a una paella aceitosa al mediodía de un domingo, aunque su bolsillo apunte a las recalificaciones de terrenos, las farolas y las promociones turísticas. En primera línea de esta sólo aparente esquizofrenia se halla la triunfante alcaldesa de Valencia que ha confesado sin rubor durante la pasada campaña electoral que le encantan las lechugas sin bicho y los elogios de los pilotos acerca de la luminosidad que proyecta la ciudad contemplada desde el cielo. Tras comerse -sin atragantarse y en apenas ocho años de mandato municipal- todos los arroces que cocinaban los falleros de Unión Valenciana, Rita Barberá amenaza con convertir la capital en un gigantesco mercado de frutas y verduras con el respaldo de la mitad de los votantes. Pero, como ingenio y desparpajo no le faltan a la omnipresente edil, los beneficiarios de este zoco no serán agricultores o tenderos, sino más bien constructores de rascacielos colmeneros al estilo de los que adornan los alrededores de la Ciudad de las Artes y las Ciencias. Ahora bien, más allá de los límites de esta huerta mental que fomenta la alcaldesa, Valencia es una plaza que cotiza a la baja y buena prueba de ello fue el revolcón que sufrió la candidatura a capital cultural de la Unión Europea, a pesar de que la alcaldesa se llenó la boca durante años con ese caramelo y trató de disfrazar aquella derrota con demagogias variadas. Vistas así las cosas, la apuesta por la modernidad que marcó los años ochenta en Valencia se ha revelado un espejismo en medio de la cruda realidad de un campo de alcachofas. La capital encara, pues, el próximo siglo con los inequívocos trazos de un Levante feliz.

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