Prestigio de la ignorancia
¿Puede ser la ignorancia una materia prima para el progreso? Nadie lo hubiera imaginado hace años. Al menos hasta los tiempos de la acumulación capitalista o, al menos, hasta la época no muy lejana en que la prosperidad se asociaba con la metáfora de una cima o el trazo de una línea orientada hasta el vértice de una masa donde se apilaba la sabiduría y los elementos económicos de valor. Ahora, no obstante, el concepto de avance no aparece claramente unido al de una potencia acumulada, a una suma de energías arracimadas o a un depósito abastecido por la tradición. Cuando la sabiduría era tenida por una sabrosa nutrición y la ignorancia por ayuno, de la primera se esperaba el mayor brío, mientras de la segunda sólo la inanición. Estas nociones, sin embargo, han cambiado, mucho y de repente. El saber puede convertirse en un peso para avanzar; en una limitación para respirar con plenitud los beneficios de lo más nuevo. Simultáneamente, la ignorancia deja de ser una barrera para aprehender y puede presentarse como el estado propicio para capturar las novedades. La causa de esta notable mutación es, sobre todo, la fractura en la naturaleza del saber que, especialmente, la cultura audiovisual propone.
Mientras el libro constituía hasta hace poco la fuente primordial del conocimiento, y a más libros leídos correspondía una ilustración mayor, la ecuación en la contemporaneidad cambia el camino del silogismo. La forma de conocimiento a través de las pantallas, del televisor o del ordenador se parece poco al saber de los libros. Un niño que no haya leído ningún libro puede obtener de la pantalla un gran surtido de informaciones o sensaciones por una forma peculiar de absorción que requiere, por ejemplo, captar el significado de un golpe repentino y con una destreza que cohesiona los detalles. El tradicional aprendizaje por la escritura, descifrando signos sucesivos, contrasta con el aprendizaje a golpes de vista, pero es probable que el niño, habituado al televisor, cuando abra un libro trate de proceder igual y se decepcione con el resultado.
Inversamente, para su placer, el niño o el joven que no se haya formado como el adulto en un mundo impreso, logrará imprimirse mejor ante el mundo del televisor. Quien no se ha labrado una y otra vez su formación en la privacidad silenciosa de la lectura, ingresa mejor en el mundo colectivo o conectivo que propone hoy la televisión. Porque mientras la lectura conlleva el control sobre el libro, el televisor exige entregarse a su acción tanto sobre la mente como sobre el cuerpo; sobre el cuerpo principalmente, como han demostrado repetidamente los últimos experimentos de neurología.
Cuando se extendió el uso de las calculadoras, la generación educada en la artesanía de multiplicar, dividir u obtener raíces cuadradas tuvo un vértigo colectivo ¿Cómo se podía vivir a salvo sin haberse curtido en sumas como torres o en restas como trasatlánticos? ¿Cómo podía protegerse una sociedad sin la prueba del nueve o la salmodia de la aritmética fundacional? Se podía. Parecía imposible, pero no. De igual modo ahora, mientras esa generación ha seguido creyendo que el almacenamiento personal del saber era la única forma de asegurarse un futuro, aparece un individuo particularmente exento de saberes que confía en servirse de todo aquello imaginable apelando a la Red. Más aún: con los sistemas expertos mejorados -dice Kerckhoven, discípulo de McLuhan en La piel de la cultura (Gedisa)- ya no se necesitará siquiera ser experto en nada. La mejor disposición para el conocimiento futuro requerirá una ignorancia inteligente y tenaz, una mente despojada de tics y la mayor holgura posible entre su agnosia para ser cargada con el goteo de la novedad.
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