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Las tareas de la socialdemocracia

La reciente declaración conjunta de Blair y Schröder sobre algunos principios de la nueva socialdemocracia europea ha sido acogida con radical división de opiniones. La cosa tiene enjundia, dado que no contiene novedades respecto a otras elaboraciones previas de la tercera vía o del último congreso del PSOE, ni respecto a la actuación seguida desde los ochenta por los socialistas europeos, y, más bien, se limita a poner la reflexión de dos partidos, demasiados años alejados del poder, a la altura de su práctica gubernamental en la UE. Defensa del mercado, reducción del peso del Estado y una economía más flexible han sido los titulares periodísticos que han centrado las críticas. Dejando al margen la ausencia del contexto en que se hacen esas afirmaciones y el silencio sobre otras igualmente importantes sobre la lucha contra las desigualdades o el fracaso del neoliberalismo, ¿alguien puede defender, a estas alturas del siglo, que un programa socialdemócrata debe ir en contra del mercado, a favor de más impuestos y más gasto público e introducir rigideces normativas en la economía?

La crítica tradicional de la izquierda al mercado se ha centrado en tres consideraciones: que se trata de un sistema injusto que no satisface las necesidades económicas de toda la población, porque sólo se participa en el mismo en función de los recursos individuales que se tengan; que es un mecanismo económico ineficiente, ya que su lógica individualista le hace estar sujeto a crisis intrínsecas, y que se fundamenta en un reparto privado de la propiedad, históricamente arbitrario, que lleva necesariamente a la explotación de unas clases sociales por otras.

La dinámica histórica ha ido ahormando estas críticas en la medida en que la praxis de la propia socialdemocracia iba alterando la realidad social. Así, la teoría de la explotación ha devenido en negociaciones colectivas entre empresarios y trabajadores con empleo fijo por el reparto de la renta; la teoría de la crisis ha perdido sentido catastrófico ante el fracaso de la alternativa conceptual representada por la planificación y la evidente capacidad mostrada por el mercado para sobrevivir a las mismas con la ayuda del Estado, así como la acusación moral sobre el libre mercado se ha visto parcialmente compensada por las políticas impositivas y de bienestar puestas en pie en las últimas décadas.

Mantener estos logros, sin convertir al mercado en un tótem ante el que sacrificar a millones de pobres y parados, pero tampoco en un tabú del que se vive pero al que no se nombra, sigue siendo una seña de identidad socialdemócrata. Pero no basta. Hay que ir más allá en dos direcciones concretas: la revisión permanentemente de los instrumentos mediante los cuales se han logrado estos objetivos para adecuarlos a nuevas realidades sociales, evitando algunos efectos indeseados de las políticas aplicadas, y la profundización de una mayor democratización del poder económico, contrarrestando la tendencia espontánea del mercado a la concentración y el monopolio a través de medidas en defensa de la competencia que reduzcan precios y beneficios extraordinarios, es decir, en defensa de los consumidores. Dado que casi nadie defiende hoy la abolición de la propiedad privada y la planificación como alternativa global, reconocer la potencia que ha mostrado el mecanismo económico corregido del mercado para innovar, mejorar la productividad y los niveles de vida de la población es una obviedad. Seguir acotando sus límites y adecuando los mecanismos compensadores a la realidad presente, muy distinta de la anterior, sigue siendo una de las tareas de la socialdemocracia a la que contribuye el manifiesto que comentamos.

La presencia del Estado en la economía se efectúa a través de tres vías: la normativa, la presupuestaria y la producción directa de bienes y servicios. El liberalismo apoya algo la primera, poco la segunda y nada la tercera. La socialdemocracia ha defendido y practicado en el pasado mucho de las tres. ¿Cuál es la situación actual? El laborismo ha sido el último en incorporarse al abandono de las nacionalizaciones como principio programático. Hoy, toda la izquierda europea privatiza empresas públicas con argumentos razonables y el debate sobre la produción pública se circunscribe a servicios como el sanitario o el educativo. La propiedad estatal de empresas de producción de bienes se ha mostrado ineficiente y sobre todo innecesaria una vez abandonada la socialización de todos los medios de producción como paso necesario hacia una nueva sociedad. A cambio, se ha descubierto la capacidad de influir sobre determinadas consecuencias de la propiedad privada mediante la norma. Así, se limita la emisión de gases tóxicos, se garantiza el acceso universal y gratuito a determinados servicios, los preste quien los preste, o se ponen condiciones a operaciones de fusión y reestructuración de empresas privadas.

Ayudar a que cada cual aporte según sus capacidades y garantizar a todos las necesidades básicas son principios del humanismo socialista que no pueden perderse y que, en su versión actual, se encuentran en el manifiesto bajo la forma de una nueva relación entre Estado e individuos que fomente la creatividad personal y evite la dependencia alienante. Sin embargo, el peso presupuestario del Estado se quiere convertir en el eje de la diferencia ideológica, como parecen indicar las protestas ante la declaración a favor de un Estado más eficiente y pequeño que el actual. Da lo mismo que Thatcher no lo redujera, sin por ello dejar de practicar una política liberal, o que los Gobiernos de izquierda lo hagan, para cumplir con las exigencias del euro, manteniendo las políticas sociales. El tamaño, más que las funciones, parece ser el signo identitario para quienes encuentran más fácil abandonar a Marx que a Keynes. Mientras los liberales defienden la bondad intrínseca de un Estado mínimo, ¿debe la socialdemocracia hacer lo propio con un Estado máximo, incluso a partir de los elevados niveles presupuestarios ya alcanzados?

Aun dejando al margen los cambios introducidos por la globalización de la economía sobre los esquemas fiscales tradicionales y sobre la capacidad de los Gobiernos para seguir financiando sus déficit públicos, uno tendería a pensar que el debate debe centrarse en la composición del gasto y de los ingresos públicos más que en su volumen. Es posible defender desde la izquierda la necesidad de más gasto público para abordar nuevas políticas, pero también la de recortar otros muchos que sólo benefician a colectivos privilegiados. Como se puede simultanear la conveniencia de nuevos impuestos ecológicos con la reducción de la carga fiscal sobre el trabajo. No encuentro ningún principio ideológico por el cual sea siempre más progresista un gasto público del 52% del PIB frente a otro del 48% o un déficit frente a su ausencia. Revisar las políticas públicas, utilizando como guía criterios de eficiencia y equidad, es otra de las tareas de una socialdemocracia que considera importante los fines y no los instrumentos, sean éstos el tamaño del Estado, su equilibrio presupuestario o la producción directa. Una socialdemocracia que no defiende la bondad intrínseca de un Estado máximo que sustituya completamente a la iniciativa privada debe estar dispuesta también a modificar las normas que regulan la actividad social. La antigua URSS prohibió, por secreto militar, la aplicación civil de los adelantos tecnológicos derivados de la carrera armamentística y espacial, mientras que EEUU la estimuló, y esta norma explica parte del desarrollo desigual entre ambos países. Sin llegar a tanto, Europa tiene demasiadas rigideces normativas en todos los sectores que provocan resultados negativos sobre su desempeño económico. Las actuales regulaciones siguen siendo más adecuadas para la antigua economía de chimenea que para la actual economía de la inteligencia y protegen mucho a los ya instalados, mientras dejan a la intemperie del paro o de necesidades insatisfechas a gran número de personas. Flexibilizarlas para estimular una mayor actividad sólo puede mejorar la suerte de los menos favorecidos, por lo que impulsar desde el Estado la iniciativa privada debe ser otra tarea de la socialdemocracia.

En todo esto, lo que se discute es si las políticas instrumentales de la socialdemocracia de los sesenta son tan inmutables que no deben revisarse cuando tantas cosas son distintas y las líneas de ruptura social son otras. Los autores de la declaración, y muchos más, piensan que sí deben actualizarse, para hacer posible hoy los mismos objetivos. Otros, entre ellos algunos comunistas que las criticaban entonces, parecen considerar que todo debe seguir igual, aunque todo haya cambiado.

Este debate ha despertado en España, además, la sonrisa cómplice de recientes travestidos ideológicos. Nuestra derecha no ha sido nunca liberal y se ha apropiado, históricamente, del Estado en beneficio de poderosos grupos privados. Igual que ahora, propiciando una mayor concentración de poder socioeconómico al calor de las privatizaciones y la regulación. Hacen lo contrario de lo que dicen, y esa correspondencia entre lo dicho y lo hecho tiene que seguir siendo un empeño de los que, como Blair, Schröder y, antes que ellos, González, son socialistas a fuer de libertades.

Jordi Sevilla es economista.

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