El samaritano como bien público
El autor defiende que la libertad económica no se coarte en aras de la solidaridad y apuesta por un mundo con menos "centuriones"
Respondo por esta vía al profesor José Luis Ferreira, de la Universidad Carlos III de Madrid, que en su artículo De lúgubres fundamentalistas y samaritanos (EL PAÍS, 26 de mayo) tuvo la amabilidad de criticar uno mío titulado El buen samaritano y el mercado (EL PAÍS, 14 de diciembre de 1998). Reconvengo al profesor Ferreira por juguetear con eso del "fundamentalismo", que es sólo un ardid para desvalorizar al interlocutor y no tener que rebatir sus argumentos. Un fundamentalista es un fanático, con lo que basta aludir a esa etiqueta para ponerse en una posición superior. Afirma que no hay economistas de prestigio que sean "fundamentalistas del mercado"; por si acaso sugiriese que uno no puede ser un economista de prestigio si es un liberal declarado y convencido, le ruego que pondere algunos nombres, que cito de memoria. Primero, seis premios Nobel: Becker, Buchanan, Coase, Friedman, Stigler y Hayek. Después, otros como Knight, Mises, Robbins, Heckscher, Plant, Director. Y algunos más modernos: Barro, Parkin, Demsetz, Hirshleifer, Meltzer, Harberger, Tullock, Alchian, Poener. Todos ellos son o fueron miembros de la sociedad Mont Pélerin, una conocida asociación internacional de liberales. Entonces, o bien no son unos fundamentalistas del mercado o bien no tienen prestigio. No sé cómo definirá mi crítico la ideología liberal en la que confluyen esos señores pero, tal como él la defina, también es la mía. En suma, basta ya de etiquetas descalificadoras y de otras tonterías, y pensemos un poco.
Le agradezco sus amables palabras y su coincidencia básica conmigo, porque sostiene que el buen samaritano es compatible con el mercado, y no un antídoto frente al mismo; que la libertad económica y la moral no son contradictorias, y que el mérito ético de la ayuda libre es superior al caso que imaginé en mi artículo para ilustrar la solidaridad forzada por el Estado: el centurión que obliga al samaritano a ser bueno.
También le agradezco que me recuerde que soy un ignorante y que desconozco "el enfoque económico tal como se entiende en la profesión". Tiene toda la razón. He estudiado muy poco, y para colmo de males, buena parte de lo que he estudiado se me ha olvidado. Lo único que procuro mantener es la funesta manía de pensar y una cierta rebeldía por la cual no creo que las cosas sean verdad sólo porque lo digan los catedráticos.
Por ejemplo, no me parece evidente que lo socialmente aceptable y bueno no deba ser dejado a la libertad individual, sino que deba ser impuesto, ni que resulte así más eficaz para cuidar a los desfavorecidos. Recuerdo vagamente que Arrow, Sen y otros advirtieron sobre los paradójicos riesgos de extraer conclusiones simplistas de la elección colectiva. En cuanto a que el Estado resulte más eficaz que los individuos a la hora de atender a los necesitados, o a la de hacer cualquier cosa, reconocerá mi comentarista que esto, en principio, no es obvio, incluso sin entrar en las honduras de la public choice.
Declara Ferreira que la solidaridad "no es un bien privado, sino público, y necesita de mecanismos que nos obliguen a su provisión". Por lo que recuerdo, y aunque el problema en economía es tan viejo como Jules Dupuit y su puente y John Stuart Mill y su faro, la no rivalidad y la no exclusión de los bienes públicos han hecho que desde Samuelson, en 1954, los economistas hayan formalizado con creciente elegancia los problemas que estos bienes plantean para los mercados, como el precio, la revelación de preferencias y el free-rider. Esto dicho, sin embargo, sostener que la solidaridad no es un bien privado es una disparatada exageración, aunque ello no comporte negar sus ingredientes públicos. Está claro que, por ejemplo, en la medida en que otras personas sean samaritanas, yo puedo escaquearme y no contribuir a causas solidarias. La forma de impedir que yo sea un free-rider, naturalmente, es cobrarme impuestos y obligarme a ser bueno.
La lógica del free-rider está, sin duda, detrás de la gran expansión del Estado en nuestro tiempo, pero no es evidente que tal desenlace deba ser así ni que sea el más plausible, menos aún cuando depende de una definición de bien público tan imprecisa que al final, como dice Anthony de Jasay, es el propio Estado el que dictamina qué bien es público y hasta cuándo (cf. El Estado y Social contract, free-ride).
Aunque la solidaridad fuera un bien público "puro", que, por supuesto, no lo es, ni siquiera en ese caso resulta ineluctable que deba ser extraída coactivamente por el Estado. La provisión pública de los bienes públicos es una teoría aún más antigua que Dupuit y Mill, puesto que ya la defendió Hume en su Tratado de 1740. Desde entonces han sido muchos los economistas que han sostenido que la definición de los bienes públicos sirve para determinar con precisión el ámbito de acción del Estado. Escribió Samuelson en su Economics que la Administración debía proveer y obligar a los ciudadanos a pagar cualquier bien cuyo coste marginal fuera cero.
El argumento, sin embargo, está lejos de ser evidente. Si la no exclusión significa que habrá free-riders cuando el mercado suministre un bien público, también los habrá si lo suministra el Estado. Por otro lado, es patente que hay empresas privadas que suministran en el mercado bienes públicos, como la bendita cadena SER, que me acoge todas las semanas en el programa Hoy por hoy, de Iñaki Gabilondo; asimismo, hay empresas y organismos de la Administración que producen muchos bienes privados, como el correo o las universidades donde trabajamos el profesor Ferreira y yo mismo.
En fin, aparte de la crucial dimensión moral, que mi crítico primero concede y después olvida, creo que puedo defender, incluso desde mi endeble formación económica, un Estado que proteja la libertad y que no la coarte en aras de la solidaridad, y un mundo con más samaritanos y menos centuriones.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.