De cerca y de lejos
PEDRO UGARTE Un domingo más de civilidad democrática, gente que se entrecruza a la entrada de los colegios electorales. Cierta ostentación de templanza y optimismo, incluso a la hora de saludar a nuestro vecino del tercero izquierda (sí, ese obstinado votante a una formación impresentable: justo lo mismo que él piensa de nosotros) y comentar juntos el buen o mal tiempo que hace, el orden de la gente al acercarse a las urnas, los mínimos proyectos que nos aguardan para lo que aún queda del día. Las elecciones locales, para los que vivimos en grandes ciudades, son momentos de cierta nostalgia: no tenemos costumbre de toparnos por la calle con nuestro alcalde, ni pedirle que acelere determinado asunto, ni tomarnos unos potes con él y atormentarlo con las demandas de nuestro barrio. Ese es un privilegio que sólo puede practicarse relativamente en los municipios de tamaño medio, y con resuelta eficacia en los pueblos más pequeños: en los concejos de la Llanada alavesa, en las barriadas de caseríos dotadas de consistorio propio. Para los habitantes de la urbe, el ayuntamiento es siempre un funcionario y un mostrador dispuestos en alguna parte, si es que uno da con ellos, claro, en medio del laberinto de áreas, departamentos y subdepartamentos. Melancólicamente, uno sigue eligiendo desde lejos incluso a sus ediles, y no puede acudir a ellos en persona para emplastarles la frase decisiva: "Alcalde, jefe, ¿qué hay de lo mío?". En las grandes ciudades el ayuntamiento tiene algo de kafkiano, de remota administración, y uno contempla con envidia a los electores de los pueblos: incluso, en este caso, su voto vale más, y no se pierde en la marea de las decenas de miles de ciudadanos. Claro que, para kafkianas, las elecciones europeas. Los ciudadanos comunitarios no elegimos cosa más distante: un Parlamento en Bruselas. Paradójica experiencia la que se dará hoy mismo en algunos pequeños municipios: uno elige a su primo, que va para alcalde, y al mismo tiempo propone a unos tipos desconocidos con el fin de que hagan las maletas, viajen más allá de toda Francia e influyan incluso en el nombramiento de un presidente parlamentario que, en estos momentos, puede encontrarse en Copenhague, Salzburgo o Tesalónica. No habría grandeza mayor si no fuera porque, a pesar de todo, el movimiento europeo aún suscita un extendido escepticismo. En los países europeos, al menos en algunos como el nuestro, la más leve crítica a la organización comunitaria pasa por discurso políticamente incorrecto. Y sin embargo hay una especie de duda sorda que se extiende y que muchos ciudadanos sólo expresan en las urnas o precisamente mediante su ausencia de ellas: con menores niveles de participación que en cualquier otra elección. Pero así se ha conformado el sistema electoral, un sistema que, para no fatigarnos en exceso, agavilla las elecciones en pequeños ramilletes de distintas papeletas: hay escaños que se dispondrán a nuestro gusto muy cerca de casa; también escaños forales, que siguen teniendo mucho de doméstico; y, finalmente, escaños remotísimos, inasibles, desconocidos, escaños dispuestos allá al fondo, tan lejos, en las tinieblas invernales del Benelux. Hay un largo camino entre las pedanías locales y Bruselas. Los alcaldes acuden a pie o en moto a su despacho, mientras que los eurodiputados visitan la asamblea más bien poco, torturando las horas de espera en distintos aeropuertos. Enviamos a los cargos locales a la casa consistorial y a los eurodiputados, más que a su escaño, a las salas de espera para viajeros. Quizás somos excesivamente crueles con unos y con otros: los concejales soportan en los pueblos la cercanía asfixiante de todos y cada uno de sus vecinos, y los eurodiputados experimentan la soledad de no llegar a conocerlos nunca.
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