_
_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Cronista

E. CERDAN TATO Era austero y riguroso en la descripción de las batallas. Cualquier alabanza le parecía una indignidad; cualquier error, un grave incumplimiento; cualquier retórica, un atentado contra la veracidad de los hechos. Por eso lo respetaban el tirano y sus generales, la milicia y aquella calaña de mercaderes, prestamistas y mancebas, que iban tras el paso devastador de un ejército sanguinario e invicto. Contaba veintidós años, cuando el tirano le concedió el empleo de cronista: conocía su aplicación, su templanza y su discreta condición. No tenía el coraje del guerrero, pero, sin embargo, aquel joven dejaría fiel testimonio de su valor y de sus conquistas, por los siglos de los siglos. A los cuarenta años, el cronista tenía las barbas del color de los desastres: había presenciado 107 campañas, el pillaje y el posterior incendio de 65 villas, y la decapitación de l8.474 cautivos. De todo, y con una precisión escalofriante, dio fe en sus manuscritos tan celebrados por el tirano, que lo coronó con laureles de oro y piedras de jade; y que el cronista enterró en las ruinas de una aldea arrasada. Pero un día, aquella soldadesca bárbara y mercenaria fue aniquilada, por una tropa bien dispuesta y pertrechada, comandada por unos esbeltos caballeros de variado linaje, pero cuya ferocidad carecía de continencia. La batalla fue encarnizada. Cuando concluyó, el cronista contó e identificó los cadáveres. Allí yacían generales, alféreces, arqueros y hasta las inocentes mozas y los comerciantes que les seguían. Luego, redactó con la rigurosidad de costumbre, la crónica de la última batalla y anduvo hasta el puesto del tirano. Señor, le dijo, qué gran derrota; han perecido todos, es decir l8.956 personas. Y cuando miró al señor supo que había cometido su único y definitivo error. El tirano, cogió el manuscrito, tachó el número de víctimas y anotó l8.957. Luego, le atravesó el corazón con su daga y murmuró: no mato al mensajero, sino al testigo. Ahora si que nos salen las cuentas.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_