Cronista
E. CERDAN TATO Era austero y riguroso en la descripción de las batallas. Cualquier alabanza le parecía una indignidad; cualquier error, un grave incumplimiento; cualquier retórica, un atentado contra la veracidad de los hechos. Por eso lo respetaban el tirano y sus generales, la milicia y aquella calaña de mercaderes, prestamistas y mancebas, que iban tras el paso devastador de un ejército sanguinario e invicto. Contaba veintidós años, cuando el tirano le concedió el empleo de cronista: conocía su aplicación, su templanza y su discreta condición. No tenía el coraje del guerrero, pero, sin embargo, aquel joven dejaría fiel testimonio de su valor y de sus conquistas, por los siglos de los siglos. A los cuarenta años, el cronista tenía las barbas del color de los desastres: había presenciado 107 campañas, el pillaje y el posterior incendio de 65 villas, y la decapitación de l8.474 cautivos. De todo, y con una precisión escalofriante, dio fe en sus manuscritos tan celebrados por el tirano, que lo coronó con laureles de oro y piedras de jade; y que el cronista enterró en las ruinas de una aldea arrasada. Pero un día, aquella soldadesca bárbara y mercenaria fue aniquilada, por una tropa bien dispuesta y pertrechada, comandada por unos esbeltos caballeros de variado linaje, pero cuya ferocidad carecía de continencia. La batalla fue encarnizada. Cuando concluyó, el cronista contó e identificó los cadáveres. Allí yacían generales, alféreces, arqueros y hasta las inocentes mozas y los comerciantes que les seguían. Luego, redactó con la rigurosidad de costumbre, la crónica de la última batalla y anduvo hasta el puesto del tirano. Señor, le dijo, qué gran derrota; han perecido todos, es decir l8.956 personas. Y cuando miró al señor supo que había cometido su único y definitivo error. El tirano, cogió el manuscrito, tachó el número de víctimas y anotó l8.957. Luego, le atravesó el corazón con su daga y murmuró: no mato al mensajero, sino al testigo. Ahora si que nos salen las cuentas.