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Balance de Kosovo

La Alianza Atlántica ha cumplido todos los objetivos al decir de su portavoz y sería iluso negarlo. Serbia se ha rendido y son los aliados quienes han obtenido la victoria. Especialmente los Estados Unidos y la Gran Bretaña. Aquéllos proporcionaron el liderazgo político y la fuerza militar decisiva, pero el eje, no ya entre Downing Street y la Casa Blanca, sino entre Londres y el Pentágono, ha funcionado una vez más y la hermandad de armas fundamenta y potencia las relaciones especiales. Serán las tropas británicas las primeras en avanzar sobre Kosovo, y el contingente británico, el más importante entre las fuerzas allí deplegadas. Probablemente, el mando también será inglés. Como ya anuncié en estas páginas muchos meses antes de la crisis, Gran Bretaña, por la competencia de sus Fuerzas Armadas y la pasión bélica que tras ella pone la nación entera, ha demostrado ser el único aliado fiable para los Estados Unidos y el único país capaz de encabezar la defensa europea. Y dicho esto, ¿cuáles han sido los costes? El primero, sin duda, la pérdida de vidas humanas, asépticamente contabilizadas como daños colaterales. El segundo, unos gastos bélicos de reconstrucción y de atención humanitaria que hubieran permitido holgadamente rehacer la economía de la región, permitiendo un reagrupamiento étnico voluntario, pacífico y opulento. Pero hay un coste todavía más importante que los daños materiales e individuales: el pagado por el pueblo kosovar. La población serbia ha comenzado el exilio hacia el Norte tan pronto se ha anunciado la retirada de su Ejército, temiendo se repitiera lo que hace años sus compatriotas padecieron en Krajina. En cuanto a los albanokosovares, sin duda oprimidos bajo la dictadura de Milosevic, han sido dispersados, diezmados y arruinados gracias a la intervención aliada. La experiencia de Bosnia, donde tres años después del acuerdo de Dayton sólo han regresado menos de la mitad de los desplazados, nos permite augurar cuál va a ser su suerte una vez impuesta la paz. Los costes, por de pronto, no responden ni al criterio de eficacia ni al principio de proporcionalidad. También va resultar pagana la integración europea. Esta experiencia no avala la viabilidad de la añorada PESC. Antes al contrario, Alemania vetó la propuesta británica de intervención terrestre; Francia mantuvo sus reticencias frente al eje anglo-norteamericano; Italia y Holanda se manifestaron abiertamente contra los bombardeos, y Austria, Suecia y Finlandia han intensificado sus tendencias neutralistas. En cuarto lugar, un alto coste lo va a pagar también la Alianza misma, pese a su victoria. Por un lado, ha perdido legitimidad, puesto que será difícil seguir creyendo que es una organización defensiva que opera en el marco de las Naciones Unidas (artículo 5 del Tratado de Washington), cuyas partes "se comprometen... a abstenerse en sus relaciones internacionales del recurso a la amenaza o al empleo de la fuerza" (artículo 4 del mismo tratado), y para convencerse basta atender a su Nuevo Concepto Estratégico. Por otro lado, ha perdido credibilidad, puesto que ni sus previsiones han sido exactas, ni sus cálculos correctos, ni su capacidad de riesgo ejemplar. Sus dirigentes estaban dispuestos a matar, pero, salvo los británicos, no lo estaban a comparecer ante sus respectivas opiniones públicas con bajas. Y, más allá de la tecnología, es débil quien no está dispuesto a morir. En fin, pese a las declaraciones oficiales, ha perdido unidad, puesto que, como decía en su última declaración el presidente Scalfaro, una alianza no consiste en que uno solo decida y los demás le sigan detrás. Así lo demuestran las diferencias entre los aliados, atrás mencionadas, y la grave censura de las respectivas opiniones públicas en todos los países, pese al amplio consenso de sus dirigentes políticos. Víctima también de la operación ha sido la buena relación con Rusia, ya muy erosionada tras la ampliación de la OTAN hacia el Este. Los aliados han utilizado la debilidad rusa para convertir a Moscú en comparsa, dando pruebas de que sólo se respeta a quien es temible. Y Europa tendrá, a largo plazo, que convivir con un vecino naturalmente poderoso y al que se ha inducido hacia la desconfianza y al rencor. Pero sin duda el más importante coste ha sido la grave erosión del derecho internacional vigente y de las Naciones Unidas como su principal institución. En efecto, la prohibición del recurso a la fuerza como instrumento de política nacional, y salvo caso de defensa propia (artículos 2.4ª y 51 de la Carta de las NU), ha quebrado. Lo que se estimaba principio esencial del derecho internacional y la calificación de su infracción como delito, y aun como crimen, se ha convertido en retórica vacía. Los aliados han agredido a un país soberano, han interferido en sus asuntos internos y han ayudado a un ejército insurgente y separatista con manifiesta violación de las normas reconocidas en las resoluciones 2.131 (XV), 265 (XXV) y 3.314 (XXIX) de las NU. Las Naciones Unidas, responsables del mantenimiento de la paz, fueron marginadas primero -al actuar sin su mandato-, bloqueadas después -al impedir al Consejo de Seguridad decidir pese a los intentos del secretario general- y manipuladas al final -al hacer de sus resoluciones mera formalización de acuerdos previos impuestos por la violencia-. Los G-8 han sido así el verdadero Consejo de Seguridad. El Tribunal Internacional de Justicia, cuando no ha estado bloqueado por cuestiones formales de competencia, ha resultado incapaz de actuar con la rapidez que la situación exigía, y el precario Tribunal Penal Internacional ha quedado bastante en ridículo al ser primero instrumento frente a Milosevic y, después, una vez obtenida la rendición de Belgrado, mera chatarra. Se dice que de esta manera se alumbra un nuevo derecho internacional incoando costumbres favorables a la intervención humanitaria. Pero eso equivale a admitir costumbres contra ley, conscientes de su antijuridicidad, algo expresamente rechazado por la jurisprudencia y la doctrina, y que equivaldría a afirmar que la impunidad del delito deroga las normas penales. Antes bien, como los aliados afirmaron solemnemente en el Acta final de Helsinki de 1975, "no podrá invocarse ninguna consideración que pueda servir para justificar el recurso a la amenaza o al uso de la fuerza". Lo que efectivamente se ha alumbrado es un nuevo orden internacional en el que se retrocede de la comunidad organizada en las Naciones Unidas al imperio, en el mejor de los casos, de una oligarquía que se arroga el derecho de decidir unilateralmente sobre el uso de la fuerza. Porque, efectivamente, de la prohibición de la guerra hemos pasado a su legitimación. Pero no de la guerra en forma, sino, yendo aún más atrás, a la "guerra justa" que ya no es guerra, sino justicia unilateralmente ejercida por quien tiene la fuerza suficiente para ello y que, por lo tanto, puede ser discriminatoria, sin pararse en barras a la hora de atacar objetivos civiles, pese a las normas vigentes del derecho de la guerra (protocolos I y II de Ginebra de 1977). Y esta autolegitimación de la mera fuerza es contagiosa e incita, muy especialmente, a la proliferación de armas de destrucción masiva, puesto que su posesión es la única defensa de la soberanía del débil frente a la "justicia del fuerte". En suma, en la nueva política exterior impera así el más crudo realismo, pero disfrazado de internacionalismo humanitario. Y a tan adulterada mixtura se le llama nihilismo. Su consagración es el verdadero coste de la última crisis.

Miguel Herrero de Miñón es miembro de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.

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