Las elecciones inexistentes JOAN SUBIRATS
La frase es de Raimon Obiols. Y tiene mucho de cierto. Si la sensación general es de frialdad y de un notable desencuentro entre campaña electoral y preocupaciones de la gente, en el caso de las elecciones europeas la cosa alcanza niveles preocupantes. Mientras la dama del lino nos ataca día sí y día también con la frase de que a Europa se debe ir ante todo a defender los intereses de España, muchos de los demás candidatos no logran zafarse del peso de la dinámica política interna. Salvo algunas excepciones significativas en la forma de plantear las elecciones por los candidatos de la izquierda catalana, la sensación de elecciones de tercera es constante. Es cierto que lo que está en juego, en términos de la política clásica, no es mucho. El presupuesto de la Unión Europea representa poco más del 1% del conjunto de la riqueza de los 15 países medida en términos de PIB. La efectividad de las políticas europeas es poco visible. Y para añadir más argumentos, su funcionamiento institucional dista de ser todo lo democrático que uno desearía. La política tradicional se basa precisamente en todo lo contrario: la fuerza de un político se fundamenta en el presupuesto que controla y puede distribuir, en la constante visibilidad de sus actuaciones y en la capacidad de reforzar su legitimidad a través de la influencia y la representatividad que logre encauzar. Europa lleva muchos años en la encrucijada. Las señales que ofrece sobre su futuro son aún muy poco claras. Los europeístas afirman que a pesar de todo avanza. Los ideológicamente conservadores afirmarán que lo que se debe hacer es evitar toda cortapisa a la gran palanca del mercado que nos llevará a una Europa mercantil y unida. Los europeístas de izquierdas nos dirán que la moneda y la libre circulación de bienes y mercancías están muy bien, pero que sin ciudadanía europea, sin políticas sociales significativas y transnacionales, Europa se quedará sin apoyos sociales y sin capacidad transformadora. Los euroescépticos y de derechas nos hablarán con entusiasmo de una Europa a la que poder ordeñar, pero a la que no se debe conceder ni un gramo más de soberanía. Mientras que el euroescepticismo de izquierdas nos machacará con su sonsonete de que esta Europa es y será la Europa del capital, al servicio del único imperio superviviente. Para generar más confusión, encontraremos aquellos que ven en Europa la oportunidad siempre negada de superar-acabar con las naciones estado y construir una Europa de pueblos y regiones, mientras que otros dirán que sin una fundamentación sólida en los estados nación Europa no tiene salvación. Y no hablemos de ampliar o no, de cerrar o no fronteras, de tener o no una política de defensa propia y autónoma o de la conveniencia o no de continuar con un camino cada vez más complejo de geometría variable. La dimisión de Oskar Lafontaine, hace unos meses, fue para mí uno de los momentos más significativos. El político socialdemócrata, consciente de que los estados nacionales van a ser cada día menos capaces de garantizar el empleo, la cohesión social y los servicios públicos esenciales, propuso el control internacional de los tipos de cambio, pidió la progresiva armonización fiscal y atacó al Banco Central Europeo por su obsesión monetarista. Su salida del Gobierno alemán hizo subir las bolsas, pero provocó un aumento más significativo en las preocupaciones de aquellos que no queremos simplemente asistir al crecimiento de una Europa cada vez más encerrada en sí misma, con más conflictos entre países y zonas ricas y pobres, más
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