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Espectáculo en campaña

Ya ningún político comienza sus intervenciones de campaña echando mano de aquel famoso "puedo prometer y prometo", tal vez porque todos se entregan al frenesí de las promesas sin la restricción de condicional alguno. Como ocurre con algunos espectáculos teatrales, no se sabe cuántos de los asistentes a un mitin acudirían al recinto caso de tener que retratarse en taquilla, así que cabe la sospecha de que la gratitud suponga en este caso una cierta rebaja en el nivel de exigencia. La pregunta decisiva podría ser no si le compraría usted un coche usado a no importa qué candidato, sino qué cantidad estaría dispuesto a abonar a cambio de disfrutar de sus palabras en campaña. Bien puede uno desembolsar hasta mil pelas por ver a un Felipe González que no ha perdido el feeling de las grandes ocasiones, aunque sea lo único que reste de antiguos esplendores. Más Vittorio Gassman que Ian McKellen, González tiene esa clase de dominio escénico que le permite cualquier exceso de histrionismo sin defraudar jamás a un público ante el que se comporta exactamente como de él se espera. Maestro de las pausas y de la puesta a cien entre cero y seis segundos, tiene también una energía imprevisible y de efectos devastadores cuando está caliente, y una habilidad para fijar la mirada a centenares de metros de distancia muy propia del que sabe que lo suyo son las multitudes. Todo lo contrario de José María Aznar, cuyas intervenciones tanto se parecen a las del patoso de guateque que se anima y rompe a hablar inopinadamente ante el asombro general. Javier Arenas tiene la fea costumbre de morderse el labio inferior cuando saluda impartiendo ánimos a los amigos de campaña, en un gesto de obscenidad hortera propia de viejo verde, mientras que la europea Loyola de Palacio -"Napoleón de joven", creo que la llamó Umbral-, más que mitinear parece que esté arengando a las tropas, y ni aún así resulta concluyente. ¿Qué podríamos decir de Rosa Díez, esa espigada vasca? Pues que ante auditorios grandes se pierde la deliberada crispación de sus facciones en favor de un discurso demasiado ramificado para los espacios abiertos, donde la megafonía arruina sin remedio la ilación de unas frases que rebotan entre esto y aquello, van y vienen sin parar en nada y el principio de un periodo se pierde en el final del anterior sin que lleguemos a saber qué será el pie, qué la cabeza. Igual en inglés es otra cosa. Sería exagerado apelar a la prosodia para definir a Rita Barberá como extra idónea de una película de romanos, mientras que Ana Noguera bien podría ser la nueva Ana Belén si se decide a cambiar de escenario y Pere Mayor lo mismo hace de Harold Lloyd que de Woody Allen versión Carles Alberola, según tenga la tarde. Antoni Asunción tiene una voz notable en distancias cortas, se desdibuja en las grandes aglomeraciones merced a una compostura algo desordenada y una gesticulación escasa de sosiego y la impresión final es más comedia del arte que distanciamiento brechtiano. Eduardo Zaplana viene a ser como un Paco Martínez Soria con algunos años menos, para qué nos vamos a engañar, pero en directo: parecida impronta rústica, el mismo desparpajo a la hora de contar chistes malos, idéntico desdén hacia la riqueza del idioma, análoga afición a la astracanada turística. Aunque igual va y monta un drama en cuatro años y en la mejor línea de los numerosos Al Pacino que le asesoran.

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