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Los pactos y la espada

"Los pactos no son nada sin la espada", dice Hobbes, y éste es el lema que parece guiar la política de injerencia de Estados Unidos, como fuerza determinante de la OTAN. El evidente distanciamiento con respecto al orden internacional de la ONU obedece, en efecto, a la convicción de que este orden tiene una deficiencia fundamental, precisamente en su condición de orden de derecho: no es capaz de imponer la coacción cuando un tirano ejerce su abusiva fuerza contra una parte de su pueblo. El derecho a la injerencia es hoy un progreso frente a la inmunidad soberana, pero ese derecho no ha sido capaz de imponerse, por vía jurídica, cuando Milosevic lleva a la práctica la limpieza étnica en Kosovo. De aquí nace el conflicto entre la legitimidad de la intervención y su legalidad. Pero, debiéndose sostener precisamente la justicia y la legitimidad en la regla del derecho, reconocer tal conflicto quiere decir que el orden jurídico no está suficientemente consolidado.Los Estados soberanos reproducen, en el ámbito internacional, lo que es la situación de naturaleza entre los individuos -el "estado de naturaleza" de los contractualistas- cuando todavía no se ha constituido el contrato de sociedad. Pero si el contrato social entre los individuos es el que sienta la base de la legitimidad del Estado, de modo que, para Kant, el derecho pueda posibilitar la autonomía de las personas, cuando se trata de la convivencia internacional no es ya en Rousseau en quien Kant piensa, sino en Hobbes. El estado de naturaleza es el estado de guerra de todos contra todos (y, por cierto, "la naturaleza de la guerra no consiste en el hecho de la lucha, sino en la disposición conocida hacia ella"). La alternativa que Kant ofrece frente a Hobbes es, sin embargo, fundamental. Donde éste entiende que la superación de la guerra requiere un Leviatán, o poder superior en quien todos resignen su propio poder (su soberanía, si nos referimos al orden internacional), Kant apuesta por el derecho, que sería la Federación mundial. Pero la legitimación por el derecho, a diferencia de la fundamentación de la moral, supone que exista una cualidad necesaria del derecho, que es la coacción.

El problema urgente que hoy se plantea es el que deriva de la necesidad moral y, por lo tanto, de la legitimidad de la decisión de intervenir para detener la agresión de Milosevic contra los albano-kosovares. Demasiado fácil es la consigna de quienes, sin tener las responsabilidades de poder, se pronuncian: ni bombas, ni limpieza étnica. A los que no tenemos responsabilidades directamente asignadas, siempre el tiempo se nos echará encima, mientras los políticos y los militares habrán de responder de lo que hagan, pero también de lo que dejen de hacer. Aunque no tengamos más remedio que expresar nuestras dudas.

La primera es la que deriva de que la situación real no tiene la claridad de la alternativa de los filósofos: no se plantea entre Leviatán y Federación. En el orden internacional no existe un poder superior en el que los demás deleguen y que sea el que imponga las normas de comportamiento. Existe, por una parte, una superpotencia -la de Estados Unidos- que decide sus intervenciones selectivamente, esto es, si no están en contra de los intereses de su país. Pero, al mismo tiempo, tampoco su decisión es arbitraria, sino que debe justificarse en virtud de principios jurídicos asumidos por la conciencia moral actual: la defensa de los derechos de los ciudadanos cuando son masivamente conculcados por un tirano (tirano de ejercicio, aunque no lo fuera de origen) y el deber de intervención, una responsabilidad que se asume por la organización que Leviatán lidera -la OTAN- para garantizar los derechos individuales y el orden en su zona de influencia.

Por otro lado, la alternativa -la ONU- no es un orden jurídico o Federación capaz de responsabilizarse con la urgencia debida de dictar sus decisiones e imponerlas coactivamente. Y ni un derecho sin coacción es derecho, ni una Federación internacional con poder de veto es una Federación. Lo que no quiere decir que el camino de construcción de ese orden y de esa organización deba ser despreciado.

Entre un Leviatán sin imparcialidad, pero sometido por lo menos a principios jurídicos, y una Federación sin coacción, pero que señala el camino para superar el estado de naturaleza, las acciones y las omisiones de las que deben responder los que ejercen el poder tienen una urgencia que no se corresponde con la suspensión de juicio de los intelectuales. Sobre todo cuando perciben los que actúan que los mismos que les han reprochado no haber actuado antes en Bosnia les reprochan ahora actuar en Serbia.

Hay, sin embargo, otros problemas que quedan abiertos, derivados de esta situación ambigua, en que el poder internacional no es ni Leviatán ni Federación, ni fuerza creadora de derecho, ni derecho garantizado por la fuerza. El primero de estos problemas es el de cómo se ha de intervenir, si así se ha decidido. ¿Se puede destruir al enemigo si al mismo tiempo se le anuncia que la intervención va a ser limitada y que finalmente se le indemnizará por los gastos causados? El segundo de los problemas es el de si, para recuperar una plena justificación jurídica, se anuncia que, después de haber negado autoridad a la ONU, serán la ONU y el principal obstáculo a que la ONU pudiera haber ejercido la coacción como es Rusia las que quienes al final tendrán que mediar, imponiendo en todo caso la continuidad de Milosevic. ¿Se necesitaban alforjas para ese viaje?

Las otras reflexiones sobre la incertidumbre de la situación creada se refieren al viejo argumento utilitario sobre la guerra justa: no debe causar daños mayores de los que pretende evitar. Pero éste es un razonamiento en el que en su día se extraviaron los neoescolásticos españoles, porque nos enfrenta a tres problemas. El primero: ¿no producen normalmente las guerras males mayores que los que pretenden evitar? Por ejemplo, ¿no es razonable pensar que, si no se hubiera entrado en guerra contra Hitler, no se habría producido el exterminio físico de millones de judíos? El segundo problema: si se quiere evitar males mayores en una guerra cuya finalidad es legítima ¿no es una exigencia necesaria para que la guerra sea justa que se gane?, porque, en pocas y hasta cínicas palabras, un corolario del argumento anterior es que no sería justa una guerra que se perdiera: por ejem- Pasa a la página siguiente Viene de la página anterior plo, la resistencia de la República Española, durante tres años, contra la rebelión del ejército de Franco, o ¿es más justa esta guerra si al final la OTAN la gana que si la pierde? El tercer problema: acaso los que deciden la intervención quedan deslegitimados no ya cuando producen males mayores, sino males disparatados como son el aplastamiento de un pequeño país, más aún si ello provoca tanto un incremento del nacionalismo serbio como una creciente imposibilidad de futura convivencia entre los nacionalistas serbios y los albano-kosovares.

El resumen de todo lo anterior es que, en cualquier caso, siendo cualquier guerra -la de la resistencia española, la de enfrentamiento a Hitler- provocadora de daños mayores, ésta de la OTAN está justificada. No esperándose razonablemente la eliminación política del déspota, y habiéndose producido efectos añadidos perversos, a pesar de todo no es fácil decidir en la confrontación última necesaria entre justicia y proporcionalidad. Los pacifistas no son un freno eficaz frente a las injusticias, y los belicistas destruyen más que construyen. Pero ¿hasta dónde es lícita la sutileza intelectual frente a los que tienen que actuar? Recuerdo a Malraux -en L"Espoir- cuando el combatiente en la defensa de España contra el facismo opone su razonamiento al de Unamuno: "Hay guerras justas... -la nuestra, en este momento-, pero no hay ejércitos justos. Y que un intelectual, un hombre cuya función es la de pensar, llegue a decir, como Miguel, me aparto de vosotros porque no sois justos...; eso lo encuentro inmoral, amigo mío".

¿Quién tiene la razón? ¿Quién tiene razón?

José Ramón Recalde es catedrático de Sistemas jurídicos del ESTE de San Sebastián.

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