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Guerra y déficit democrático

Se puede especular sobre los motivos muy diferentes que los norteamericanos habrían tenido para tomar la decisión de bombardear Yugoslavia, estratégicos, coyunturales o incluso meramente psicológicos, en relación con el ridículo sufrido por un presidente al que se le había obligado a enseñar las vergüenzas. Dos me parecen, sin embargo, los de mayor peso: una hegemonía mundial que se basa en una superioridad militar absoluta tiene que responder militarmente al rechazo de un ultimátum. Como nadie que estuviese medianamente informado podía esperar que Yugoslavia aceptase las condiciones dictadas en Rambouillet, lo más razonable era pensar que se seguiría con las negociaciones -nunca se sabe cuándo realmente se han agotado todas las vías diplomáticas-, conscientes de que una intervención militar, en las condiciones planteadas de ataque aéreo, habrían de ser contraproducentes para los objetivos declarados de proteger los derechos de los albanokosovares y recuperar la autonomía de Kosovo, pues era impensable que se quisiera apoyar la secesión, dadas las implicaciones que tendría para toda la región. En este sentido, la conferencia de Washington, al establecer una nueva estrategia para la OTAN del sigloXXI que legaliza intervenciones de este tipo, ha terminado revelándose el objetivo principal.En segundo lugar, dado que la primacía norteamericana en Europa es indispensable para su hegemonía mundial, Estados Unidos no podía dejar de encarar la crisis de Yugoslavia, que los europeos, tanto por su forma particular de intervenir como, sobre todo, por sus espantadas, no habían hecho más que encizañar. Efectivamente, desde 1989 hemos estado en Kosovo mirando a otro lado, como lo seguimos haciendo hoy en nuestra aliada Macedonia, donde la minoría albanesa también sufre discriminación, y lo hemos hecho durante medio siglo en Palestina, o en el último decenio en Turquía. Ahora bien, si se deja a un tercero que tome cartas en el asunto -lo hicimos en Bosnia con resultados a corto plazo satisfactorios-, no se espere que lo haga siempre a nuestro agrado -la fragilidad del euro que la guerra ha puesto de manifiesto se acentuará cuando haya que pagar el precio de la reconstrucción-, sino, como es obvio, desde los intereses norteamericanos, tanto en los Balcanes -por poco que se compliquen las cosas, la Unión Europea, presionada por Estados Unidos, tendrá que recibir como miembro a una Turquía cargada de problemas y poco respetuosa de los derechos humanos, con lo que se debilitará aún más el proyecto europeo- como en Oriente Medio -por suerte, en Israel se empieza a dudar de si a la larga les conviene un Estado islámico fuerte en los Balcanes-, pero lo que es evidente es que Europa, sin una política exterior común y dependiendo por completo para su defensa de Estados Unidos, no está en condiciones de cuestionar -ni siquiera Francia, que lo intentó en el pasado- una decisión que tome el líder norteamericano.

Los europeos tragaron píldora tan amarga, confortados en la creencia -para decirlo con palabras de Hubert Védrine, el ministro de Asuntos Exteriores francés- de que "los bombardeos de Yugoslavia serían una cuestión de días, ni siquiera de semanas". Además, el peso de la guerra -el 75% de los gastos militares- recae sobre Estados Unidos, por lo menos hasta que nos pasen la factura, como lo hicieron en la guerra del Golfo. Los costes por los cientos de miles de refugiados -resultado no querido, pero previsible de los bombardeos- van en su mayor parte a la cuenta de los europeos.

Dos meses de bombardeos y el único objetivo que permanece, aparte de salvar la cara de la OTAN, es que vuelvan a sus hogares los cientos de miles de refugiados que fueron expulsados como reacción a la agresión. "¿Qué campos de refugiados albaneses había antes de los bombardeos en los países limítrofes?", pregunta, cargado de razón, Serguéi Ivanov, el ministro en funciones de Asuntos Exteriores de Rusia. Se hacen los mayores esfuerzos diplomáticos para reanudar las negociaciones, es decir, para volver, aunque en muchas peores condiciones, a la situación en que nos encontrábamos antes de haber comenzado esta disparatada operación, que ha destruido un país, se ha cobrado miles de vidas inocentes, llevándose de paso, como en una riada, el derecho internacional, que no por encontrarse en mantillas deja de ser el único instrumento de que disponemos para lograr un orden internacional estable, y a las ya de por sí insignificantes Naciones Unidas, reducidas a la más absoluta nada. Ahora bien, la distinta visión norteamericana y europea de lo que se ha de entender por "negociar" se transparenta en la posición contradictoria de la OTAN, que, por un lado, apoya la mediación de Rusia para encontrar un compromiso viable y, por otro, mantiene los bombardeos hasta que Milosevic acepte los famosos cinco puntos. El que Rusia y China estén de acuerdo en que mientras sigan los ataques no cabe negociar una propuesta que cuente con el apoyo del Consejo de Seguridad ha aniquilado todos los esfuerzos europeos por encontrar una solución negociada (Plan Fischer, Plan D"Alema, mediación del presidente Ahtisaari de Finlandia), al menos mientras la OTAN no cese de bombardear, tal como ya exige el Parlamento italiano. De las muchas secuelas que para Europa se derivan de la guerra de Kosovo -no podremos dejar de ocuparnos de ellas en los próximos años- quiero centrarme en una fundamental en que hay empeño en que pase inadvertida: el impacto que la guerra está teniendo sobre la credibilidad de las instituciones democráticas. España participa por vez primera en una guerra desde la colonial Marruecos -"ya somos alguien", me decía un patriotero tontiloco-, aunque por suerte sea con una contribución bastante exigua. A nuestros pilotos, profesionales encargados de misiones de alta tecnología, les basta con cumplir de manera estricta las órdenes recibidas sin saber por qué ni para qué, como de manera bastante patética pusieron de manifiesto unas secuencias de Informe semanal. Bombardeamos un país del que sabemos poco, nunca nos ha agredido y tiene la mala suerte de haber sufrido como nosotros en la propia carne la garra de los nacionalismos violentos. La decisión de intervenir militarmente no provino de un amplio debate parlamentario en el que se hubiesen valorado los pros y los contras, sino de los compromisos adquiridos por el hecho de pertenecer a la OTAN. Así como formar parte de la Unión Europea comporta una pérdida consentida de soberanía en determinados ámbitos económicos, la pertenencia a la OTAN conlleva de facto, y no sé si de iure -es una cuestión que debaten los especialistas-, una limitación de la soberanía en las cuestiones que atañen a la paz y la guerra. Por lo pronto, el Gobierno ha asumido esta posición sin siquiera hacerla explícita. Si las cosas fuesen como las expone el vicepresidente primero, ¿para qué tendría que apresurarse a acudir al Parlamento a pedir autorización para una guerra que está más allá de sus competencias? Los señores del primer partido de la oposición se reclaman de la misma ética fundamentalista que maneja la OTAN, al defender que los fines -"se nos caería la cara de vergüenza si hubiéramos permanecido impasibles ante un genocidio"- justificarían los medios, pero llevan la hipocresía al extremo de reprochar al Gobierno que no les hubiera informado a tiempo, sin exigir un debate, primero, formal, sobre si se ha cumplido con los requisitos constitucionales para participar militar-

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Ignacio Sotelo es catedrático excedente de Sociología.

Guerra y déficit democrático

mente en una agresión a un país soberano, con el que manteníamos relaciones diplomáticas, y, segundo, uno político, sobre si la guerra sirve a los fines declarados.El hecho que ha quedado patente es que a la hora de ir o no a la guerra, el pueblo español y su Parlamento tienen poco o nada que decir. En la única votación concerniente a la guerra sabemos qué grupo parlamentario votó en contra, pero ha pasado inadvertido que tres diputados del PSOE se hubiesen abstenido -un voto negativo pudiera haberse interpretado como un apoyo a Milosevic- para manifestar así un desacuerdo con la guerra que no pudieron expresar en la tribuna, lo impide el reglamento. El que los partidos confeccionen las listas unifica de tal modo las conciencias que parece una farsa el que la Constitución prescriba que los diputados no estén ligados por mandato imperativo. Los déficit de nuestro sistema democrático que traducen reglamentos y ley electoral -listas cerradas y bloqueadas y un sistema proporcional corregido, con un máximo de diputados y la provincia como distrito electoral, mezcla que produce enormes desigualdades en el valor del voto- nos son harto conocidos, pero sólo en situaciones de máxima tensión, como en la que habría que haber votado guerra o paz, resultan especialmente llamativos.

Un efecto importante de la guerra es que se hayan vuelto a poner de manifiesto las carencias democráticas que padecemos, pero también las virtudes del sistema. Hemos debatido libremente en la calle y en los medios los pros y los contras de la intervención armada, con lo que ha quedado en evidencia todo el vacío de los discursos preconfeccionados, sin el menor conato de acercarse a la realidad, de nuestros parlamentarios. Y no porque sean especialmente cortos, que a menudo, sino porque tienen delimitado un campo excesivamente controlado de actuación. Hay un déficit democrático en la Unión Europea del que todos hablamos que se traslada, como carencia, a las democracias de los Estados miembros, pero también uno derivado de la pertenencia a la OTAN del que hasta ahora se suele pasar como sobre ascuas.

Insistir en este déficit de ningún modo supone apuntarse a una izquierda, tan simplona como marginal, que propone salirse de la Unión Europea y de la OTAN, para recuperar así la plena soberanía. ¡La vieja izquierda internacionalista en los tiempos de la globalización descubre las virtudes del Estado nacional! La propuesta es tan insensata que no habrá que perder mucho tiempo en rebatirla. A nadie se le oculta que abandonar las instituciones en las que estamos integrados -y en las que quieren entrar los países europeos que todavía no están dentro- supondría quedarse en una situación de desamparo total ante los impactos del exterior, que ineludiblemente desembocaría en un régimen fuertemente autoritario. No se olvide que en el franquismo, cuando estábamos fuera de la Comunidad Europea y de la OTAN, éramos mucho más dependientes de Estados Unidos de lo que lo somos ahora.

Ahora bien, el que no haya salvación fuera de las instituciones supraestatales a las que pertenecemos, no ha de implicar que haya que ocultar los problemas que conlleva su pertenencia. Nadie con sentido común duda que es preciso encarar de una vez la democratización de las instituciones europeas: en un futuro, por desgracia todavía tan incierto como lejano, el Parlamento Europeo va camino de serlo de verdad. Establecer relaciones paritarias con Estados Unidos depende de si logramos una política europea de defensa común, cuestión que sólo podemos resolver aunando esfuerzos, sin que ningún país europeo pueda conseguirlo por sus propias fuerzas. Lo que importa es que no aparentemos que vivimos ya en una democracia plena, cuando, en realidad, apenas sabemos cómo podemos ir aproximándonos a esta meta. La democracia asamblearia griega tuvo como base la pólis, y sin ella resulta tan inconcebible como impracticable; la moderna democracia representativa se ha levantado sobre el Estado nacional, y cuando éste deja de ser la última instancia política, hay que preguntarse por el tipo de democracia que pueda funcionar en una situación en la que las instituciones supraestatales deciden de hecho todas las cuestiones fundamentales, desde las económicas a las que tratan de la guerra y la paz.

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