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Me queda la palabra

MARTA SANTOS Cuando preguntan por los grandes inventos de la humanidad, muchos mencionan la rueda, la máquina de vapor o el preservativo. A mí el invento humano que más me apabulla es la palabra. ¿Cuándo, cómo, por qué a un homínidus activus le dio por juntársele el córtex y el neocórtex con la columna vertebral? Me han contado esta causa fisiológica es la responsable de que el ser humano adquiriera el poder de aplicar nombre al objeto y, por supuesto, no la entiendo; lo mismo que sigo sin asimilar qué narices es la entropía porque no tengo una mente matemática y por eso no estudié filosofía, por mucho que me molara. Para ser una filósofa mediocre, prefiero ser una filósofa dilettante y así podré justificarme diciendo que soy renacentista. El caso es que el tema de la palabra, la nominación, el concepto y la sustitución del objeto señalado por el fonema "bla" me ha tenido y me tiene con el baile de San Vito. Por principio, la palabra es reaccionaria, especialmente en los idiomas fonéticos, que son los occidentales. Los chinos son más dialécticos porque cuando quieren decir "sol", van y dibujan un sol, lo cual convierte a su idioma en harto complicado pero lo hace más satisfactorio para una mente con tanto San Vito como la mía. La palabra es reaccionaria porque abstrae y sustituye el río por la palabra río. El río es río aunque se llame berberecho y el que lo niegue es un nominalista, que es una especie cuya extinción me es altamente deseable. Nominalistas son Borges y Umberto Eco. Borges entonó aquello de "Si, como el griego afirma en el Cratilo,/ el nombre es arquetipo de la cosa,/ en las letras de rosa está la rosa/ y todo el Nilo en la palabra Nilo". Me leyó este poema una amiga cuando yo tenía diecinueve años y nunca lo olvidaré porque me pareció brillante -borgiano, no faltaba más-, pero me olía a chamusquina. Borges planteaba con su retorcida y genial mente que el Nilo no sería ni río ni Nilo ni nada si no se llamara así. Anda y que le den morcilla. Eco, por su parte, tituló su novela con una frase tan transparente que no hace falta ni leerse el libro para saber de qué va. El nombre de la rosa, que es como decir que la rosa es su nombre y ya pueden sulfatar todos los escaramujos de España que no pasa nada. Siempre nos quedaría el recurso de plantar un lirio en una maceta y decir "mira qué hermoso rosal". Según esta teoría, no comemos en una mesa, sino en una palabra, ni merendamos bocadillos de paté sino que merendamos "p-a-t-é", aunque lo que haya dentro del pan sea foie gras La Piara. Esto con los objetos, claro, y hasta aquí la cosa es sencilla; porque cuando entramos en el tema del sentimiento y el pensamiento, el folclore filosófico alcanza el nivel de escándalo de la ruta del bakalao. El sentir y el pensar es una imagen, hasta que viene "la seño" en el parvulario y nos enseña a leer. Los niños piensan y sienten con imágenes. Cuando algo les molesta, imaginan el rostro del practicante con la jeringa y se echan a llorar. Cuando están sumidos en la alegría es porque visualizan juguetes, y macarrones en vez de puré de puerros. Nunca se les ocurre meterse a cartesianos e inquirir "qué es el puré de puerros" ni mucho menos esperar una respuesta así como "el puré de puerros es una sustancia alimenticia cuyo sabor no entra en mi etnocentrismo alimentario personal". Dirán simplemente "puaj". Por eso nadie sabe qué es el amor ni la felicidad, y preguntarlo es hacer el ridículo en el programa francés Aphostrofes. Ambos son imágenes y sanseacabó. Las imágenes son fugaces y, por tanto, nadie nos puede exigir en nombre de ninguna convención que sostengamos la misma imagen amorosa o feliz durante cuarenta años. Amo en el instante en que amo y visualizo el amor. Soy feliz en el segundo en que río y visualizo la felicidad. El concepto es, en resumen, reaccionario porque nos arranca de la mente la sensación, que es más olfativa que cerebral, y la imaginación, que es impulsiva e irracional. Porque niega la metáfora, que es el fundamento literario de la transformación, y reduce todo al símil. Así, lentamente, nos cuadriculan la cabeza y nos obligan a digerirnos los debates de Jesús Hermida, en los que se dedican a decir que la guerra es g-u-e-r-r-a, cuando la guerra es simplemente una mierda y no hace falta más que visualizarla para saber que huele como tal.

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