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Cien años de Castelar

Se cumplen hoy cien años del fallecimiento de Emilio Castelar en San Pedro del Pinatar, Murcia, mientras pasaba unos días de descanso en casa de unos amigos. Castelar murió a los 66 años y llevaba ya prácticamente diez fuera de la política activa. Aunque conservó su condición de diputado en las sucesivas elecciones, no intervino en ninguna ocasión en el Congreso desde 1891. Ya en 1888 había escrito: "Cumplo 55 años, comienzo de la vejez y preámbulo de la muerte... morir, cosa de momento es. Envejecer paréceme asunto más difícil".Castelar había iniciado su carrera política muy joven. En 1854, a los 22 años, participó en su primer mitin en el Teatro Real de Madrid, tras la Vicalvarada. Salió de allí aclamado y acompañado por la multitud hasta su casa -algo que siempre le gustó- y pasó a formar parte de la redacción de distintos periódicos -El Tribuno, La Soberanía Nacional, La Discusión- hasta fundar el suyo, La Democracia. Colaboró también con el Ateneo, y en 1858 obtuvo la cátedra de Historia de España en la Universidad Central.

Según Azorín, "Castelar es uno de los grandes trabajadores intelectuales del siglo XIX. Puede ser comparado a Flaubert, a Galdós y, sobre todo, a Balzac". Castelar escribió, además de sus discursos que preparaba siempre cuidadosamente, varias decenas de libros y miles de artículos. También numerosos prólogos y presentaciones. Publicó ensayos -como La fórmula del progreso, la monumental Historia de Europa o La Rusia contemporánea-, novelas -como Fra Filippo Lippi o Ernesto- libros de viajes -Recuerdos de Italia, Un viaje a París y sus cercanías- biografías -Semblanzas contemporáneas, Vida de Lord Byron, Leon Gambetta- y preparó numerosas recopilaciones de sus discursos. Escribía en tanta cantidad que dañaba la calidad de lo escrito. Pero lo hacía así porque vivía prácticamente de su pluma. En 1880 se quejaba a su amigo Adolfo Calzado: "...las cinco horas del Congreso me quitaban el tiempo para todo y me ponían en una situación económica tan triste...".

Hoy sus libros sólo nos llegan a través de libreros de viejo. No hay nada editado, porque queda poco de su producción intelectual que resulte atractivo en nuestro tiempo. En ensayo, es farragoso y demasiado obvio. Su novela está dominada por un romanticismo ampuloso que ya no tiene partidarios. Como historiador tampoco cuenta con lectores actuales. Castelar seguía de cerca las publicaciones francesas, que encargaba con frecuencia a Calzado. Ello le otorgaba, sin duda, una superioridad efímera sobre sus contemporáneos. Porque más que hombre de pensamiento, era hombre expansionador, exterior. A su obra le falta "la hondura trágica de las cosas", en palabras de Azorín. Se encontraba más a gusto con la expresión que con la reflexión.

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Castelar ha pasado a las generaciones futuras como el mejor orador español. Ángel Pulido lo compara a Demóstenes, Cicerón y Mirabeau, llamándoles "los cuatro soles de la elocuencia en los cuatro pueblos más elocuentes de la Humanidad". Fue diputado durante 30 años. Además, durante toda su vida viajó por España pronunciando discursos ante auditorios de miles de personas que aplaudían y gritaban vivas emocionados ante su palabra y su presencia.

En política, siempre mantuvo una fidelidad: el republicanismo. Pero también, como posibilista que era, llegó a jurar a regañadientes la constitución monárquica de la Restauración. En su visión, la república federal era la fórmula política que permitiría superar las grandes crisis españolas del XIX. Ni como republicano ni como federalista tiene herederos políticos de peso en la actualidad.

Como persona, Castelar fue descrito por todos como un hombre noble, cordial y generoso. "El alma de un Don Quijote en el cuerpo de un Sancho Panza" se escribió de él. Muy humano y aquejado de humanas debilidades, entre las que se encontraba la buena mesa. Vanidoso, se vanagloriaba del efecto de sus discursos entre sus amigos y correligionarios. Vivió y murió soltero, muy unido siempre a su hermana Concha.

Lamentablemente, como ocurre con tantas personalidades españolas, no tiene una biografía definitiva. Hay varias muy próximas a la fecha de su muerte que tienen información abundante pero poco análisis. Hay dos más alejadas en el tiempo: la de Benjamín Jarnés (1935) y la de Carmen Llorca (1966), que pretende convertirlo en precursor de la Democracia Cristiana, otro valor que cotiza a la baja en nuestro mercado político. Quedan, para elaborar esa biografía, muchos recuerdos de sus contemporáneos además de su obra impresa, sus discursos y sus cartas particulares.

Castelar murió el 25 de mayo de 1899 a la una de la tarde. El 26 su cadáver embalsamado fue trasladado a Madrid en tren. La capilla ardiente se instaló en el vestíbulo del Congreso, donde el cadáver fue velado por diputados, oficiales de la Secretaría y maceros durante la primera noche, hasta que se abrió al público. Se celebraron misas en dos altares situados frente al catafalco.

Al traslado a la Sacramental de San Isidro, a las cuatro de la tarde del día 29, asistieron varias decenas de miles de personas, con participación de representaciones de las Academias, la Universidad, el Ateneo, los partidos políticos, las Diputaciones provinciales, los ayuntamientos, el Ejército, la Guardia Civil y otros. Sobre el féretro sólo se puso un ramito de flores que había llevado una niña con la dedicatoria Gloria a Castelar. Un obrero. A las ocho de la noche fue enterrado junto a su hermana Concha.

Del entierro hay muchas crónicas, en periódicos y en libros de memorias, que lo describen con todo lujo de detalles. Quiero fijarme, sin embargo, en un testigo fortuito, la viajera norteamericana Katharine Lee Bates, autora de Spanish Highways and Byways (Londres-Nueva York, McMillan, 1901). La señora Bates hablaba bien español, y sus impresiones de viaje fueron publicadas por el New York Times en forma de cartas. Dedica una mirada ingenua y desapasionada a los funerales.

Se sorprende de que no hubiera ni una palabra, ni una flor de la Reina regente en el entierro de Castelar, como lo había habido un año antes en el de Cánovas. Probablemente su antimonarquismo militante lo impidió. El Gobierno, aunque terminó pagando el funeral, no quiso disponer soldados a lo largo del recorrido de la comitiva fúnebre. Castelar, el apóstol de la democracia, el orador, el patriota, el ciudadano honorable que no medró económicamente nunca a pesar su posición, fue acompañado en su último viaje por políticos, intelectuales y periodistas. Pero, sobre todo, por el pueblo de Madrid, que levantaba el sombrero en señal de respeto a su paso y gritaba vivas.

El viernes siguiente al entierro tuvo lugar la apertura solemne de las nuevas Cortes. La señora Bates subraya el hecho de que soldados uniformados de gala cubrían la carrera entre Palacio y el Congreso. La Guardia Real escoltaba la carroza regia, tirada por ocho espléndidos caballos. Balcones y farolas estaban adornados con banderas. Sin embargo, no hubo vivas. El pueblo miraba silencioso pasar los lujosos coches. Un silencio que la autora interpreta como una mezcla de respeto, hostilidad e indiferencia hacia la España oficial y que contrastaba con el calor que pudo apreciar una semana antes en el entierro del hombre que hoy recordamos.

Mateo Maciá es archivero-bibliotecario de las Cortes Generales.

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