Rebelión a bordo
A Barajas acudía mucha gente con los niños el domingo por la tarde para ver los aviones. En la primitiva terminal del aeropuerto había una terraza para observar los despegues y aterrizajes, y en el interior, una cafetería con las mesas y sillas situadas frente a una gran cristalera que permitía presenciar el espectáculo desde el interior. El aeropuerto era uno de los atractivos de que disponía aquel Madrid de los sesenta, tan ingenuo y elemental. En esos tiempos no se registraba más de una docena de operaciones en toda la tarde y cada una de ellas constituía casi un acontecimiento para quienes trataban de explicarse el milagro de la dinámica de fluidos que mantenía en el aire aquellos enormes pájaros metálicos. En los días festivos había más mirones que pasajeros en el aeródromo madrileño, y quienes volaban eran contemplados con una mezcla de envidia y admiración por los que sólo podían darse el lujo de observar su épica forma de viajar.Con los años, todo iría cambiando. Desapareció la terraza de las bienvenidas, también la cafetería del mirador y de la docena de aviones en una tarde pasaron a las setenta operaciones en una sola hora. El encanto de Barajas fue decayendo al mismo ritmo que aumentaba el tráfico aéreo, y ese pasajero privilegiado de aeropuerto que un día tuvo la consideración de ciudadano de primera pasó a ser tratado como un auténtico perro.
La congestión en el aire, la incapacidad de las pistas para absorber la creciente demanda de movimientos, la falta de previsión de los sucesivos Gobiernos a la hora de planificar la política aeroportuaria, la actitud prepotente y abusiva de pilotos y controladores, y el desprecio de las compañías aéreas por sus clientes, hicieron de Barajas un infierno en el que actualmente queman sus nervios veinticinco millones de pasajeros al año.
Cuando no es la huelga de celo de quienes pueden provocar el temido efecto dominó es una avería en el sistema informático de facturación de equipajes, o la saturación del espacio aéreo por la guerra o por la paz. Siempre hay un buen motivo para retrasar o suspender los vuelos y dejar tirado sin información ni consuelo al incauto que pagó religiosamente su billete.
Allí nadie tiene nunca la culpa de nada, así que el pasajero en Barajas se convirtió por definición en alguien a quien pueden dejar todo un día plantado sin tan siquiera explicarle el porqué de su desdicha. Un ser anónimo al que no asiste derecho alguno, salvo el de sufrir en silencio. Algo, sin embargo, ha empezado a cambiar entre quienes utilizan el aeropuerto de Madrid, algo que puede sacarles de su humillante situación de parias de la tierra.
Los sucesivos episodios que mostraron ante la opinión pública el maltrato que reciben hasta niveles de escándalo han terminado por crearles conciencia de clase. Ahora, y ante la adversidad humillante, los pasajeros son capaces de organizarse sobre la marcha para hacer la revolución. Así ocurrió el domingo pasado cuando al pasaje de un vuelo de la compañía Virgin, que tenía previsto salir a las 6.45 con destino a Bruselas, le fue comunicada, tras ardua y somnolienta espera, que su avión estaba averiado y que se buscara la vida. Y lo hicieron amotinándose. Bloquearon una puerta de embarque hasta lograr que algún responsable diera la cara y les prometiera una solución mínimamente satisfactoria. La tensión que generaron movió el pesado engranaje, y por arte de magia apareció un aparato procedente de Valencia en el que volarían a la capital belga.
Días antes, la Guardia Civil era reclamada por el comandante de un Airbus de Iberia para calmar las iras de los doscientos pasajeros que le acusaban de secuestro. Llevaban esperando más de dos horas en su interior con las puertas cerradas a cal y canto por la búsqueda de una maleta. En cambio, los sesenta y cuatro viajeros de un vuelo de Spanair con destino a Asturias decidieron pernoctar en el avión como medida de protesta contra la cancelación del viaje, después de tres horas de esperas y aplazamientos sucesivos. Los pasajeros de Barajas no quieren ya protagonizar El silencio de los corderos, prefieren actuar como en Rebelión a bordo.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.