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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

El tiempo se acaba

LA PRIMERA conflagración no simulada que protagoniza la Alianza Atlántica afronta graves problemas. Maniatada desde su concepción a la guerra aérea de la OTAN contra Serbia, comienza a devorarla el tiempo. Después de 53 días y demasiados errores, la Alianza no puede seguir justificando que para que no muera uno solo de sus pilotos deben seguir haciéndolo centenares de inocentes albanokosovares achicharrados por el fuego amigo -como en Korisa este fin de semana-, a los que en teoría la intervención armada iba a salvar del verdugo serbio.Los aliados amasan más aviones, vuelan más misiones, utilizan ahora bases en Turquía y Hungría, pero su estrategia exclusiva de bombardeos se revela insuficiente. Los serbios, según informes coincidentes, están consiguiendo su objetivo último de vaciar Kosovo de población albanesa. Los últimos datos de Naciones Unidas sitúan cerca del millón el número de huidos o expulsados. El ejército de Milosevic, por más que desde Bruselas se intente demostrar lo contrario, no parece semidestruido. Por momentos comienza a convertirse en materia de fe la victoria clara de la mayor coalición democrática de la historia contra el último déspota de Europa. Incluso si Milosevic se rindiera mañana, llevaría semanas a los aliados poner en orden de marcha una fuerza creíble que permitiera el regreso seguro a su tierra de las muchedumbres expulsadas a sangre y fuego.

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Volar a más de cinco mil metros de altura para evitar las baterías enemigas puede tener mucho sentido táctico, pero sus resultados son escasos. Incluso con escudos humanos de por medio. Proteger del exterminio a civiles indefensos es también obligación de los militares, y una cosa es sopesar los costes, sin duda muy graves, de una invasión de Serbia (que habría evitado lo que ya se ha producido en Kosovo), y otra muy distinta iniciar una acción bélica a gran escala, como la que comenzó el 24 de marzo, con el declarado propósito de no sufrir bajas. Para mantener tranquilo su frente interior -y la agitada asamblea de los verdes alemanes es un ejemplo de esas dificultades-, la OTAN ha atado sus manos en una larga e inconcluyente campaña que está consiguiendo precisamente aquello que deseaba evitar: que aumente la marejada de la opinión pública occidental contra los procedimientos elegidos. Los bombardeos sobre Serbia pueden incluso ser los más precisos y cuidadosos de la historia. Pero, por publicitar tanto las virtudes de su arsenal, la Alianza ha elevado parejamente el techo por el que se juzgan sus trágicos errores.

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La semana que comienza se presenta como una carrera contrarreloj entre las bombas y la diplomacia. Enfriados en el Consejo de Seguridad los ecos de la destrucción de la Embajada china en Belgrado, un racimo de mediadores viajará a los cuatro puntos cardinales en busca de un empujón al armisticio. Nada sería peor que se cuartease la unidad de la OTAN antes de que Milosevic ceda. El dictador serbio quizá está acercándose al límite de su resistencia. Pero sabe que a los aliados se les acaba también el tiempo para obtener resultados de una guerra mal planeada. Y lo que es peor, el crédito ante unas opiniones públicas a las que se hizo creer otra cosa.

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