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Ardor festivo

En mayo se han instalado las fiestas de la capital. El 15 de este mes, en el año de gracia de 1620, fue beatificado san Isidro, que ya era patrón de la Villa. Un año antes había demostrado que tenía mano e influencias celestiales cuando estuvo a punto de sanar a don Felipe III, en cuya última enfermedad reclamó junto a sí los despojos del santo labrador, como si fuera un tratamiento antibiótico de ultratumba. En aquellos y posteriores años, Madrid se ponía en fiestas con cualquier pretexto que procediese del Real Alcázar, ya fuese un feliz alumbramiento, la llegada de un embajador o la onomástica del monarca, su consorte o de la prole. Hurgando en la época asombra que se dilapidara tantísimo dinero, cuando el país se debatía en la endémica bancarrota. Bueno, el país significa lo que se ha llamado pueblo llano, la buena gente, los comerciantes y los artesanos, porque la clase elevada siempre vivió de rechupete.Con motivo de la mentada beatificación se echó mano del despilfarro, no mayor que en otras ocasiones, pero imbuyendo en el pueblo la impresión de que los festejos se producían para darle gusto y en su honor. El gremio de plateros forjó donde colocaron los huesos del santo, desfilaron -según las crónicas- 156 estandartes, 78 cruces y pendones, se celebraron cañas y toros en la plaza Mayor, danzas, mascaradas, fuegos artificiales, altares y procesiones. Una verdadera juerga por todo lo alto. La vida de la ciudad tenía su desarrollo en un radio muy corto, quizá por eso parecían los festejos más lucidos. Había algo más que celebraciones alegres, porque también se cuidaban otro tipo de espectáculos, suponiendo que llenasen de gozo y satisfacción a las masas ciudadanas. En el tira y afloja del tráfico de influencias subía un valido, incluso meteóricamente, sin esperar a que Newton descubriera la ley de la gravedad, para precipitarse desde la opulencia hasta el patíbulo, como le ocurrió al ilustre paisano don Rodrigo Calderón. Sí, el que mantuvo el tipo en la horca. Tan corrompido como otros, pero le tocó la china. La ejecución alcanzó gran éxito de público.

Esto de cortar cabezas incómodas traía una secuela -con frecuencia era el origen- de confiscar los bienes del enriquecido de forma sospechosa o ilícita, que iban a parar a las siempre ávidas bolsas monárquicas. En nuestros días ha caído en desuso tanto la brutal y desaconsejable costumbre de la decapitación como el devolver un solo centavo de lo presuntamente malversado. Hubo otros devaneos que procesiones, autos de fe y justas caballerescas, con o sin toros, incluso tenían lugar demostraciones culturales. Con el fausto motivo de la aproximación de san Isidro a los cielos, reseñemos también unos certámenes poéticos, no infrecuentes, con regocijo de la multitud de vates y muy variados ingenios, que suspiraban por un puñado de maravedíes. Aquel año, actuó como secretario nada menos que Lope de Vega, en su apogeo. Los madrileños aún no conocían las supremas delicias del maratón callejero o las fiestas de la bicicleta.

La impresión que nos transmite la pequeña historia es que sólo eran famosos, conocidos y populares los nobles, los conquistadores, los guerreros afortunados y los intrigantes que se metían en el bolsillo el débil caletre del borbón de turno. Las campanas de los centenares de iglesias y conventos, así como la adiestrada voz del pregonero, anunciaban la celebración de los eventos y el programa de ferias y jolgorios. Uno se pregunta cómo era posible la vida de aquella gente, sin fútbol, sin televisión, sin feria taurina de San Isidro, sin las rebajas en los grandes almacenes, porque no existían, sin Tómbola o El súper, con remotas, inexactas y deformadas noticias de los campos de batalla, cuando hoy, tan al tanto nos tienen de lo que la noche anterior sucedió en Kosovo. Nada de ídolos populares, ni asomo de un Enrique Iglesias, La Oreja de Van Gogh (qué nombre tan raro), Raúl o El Juli. Lejísimos de la apoteosis de un torero como Curro Romero, de quien aseguran los fervorosos curristas que ni siquiera necesita ir a la plaza para triunfar. O ese prodigio de Almodóvar: al revés del Cid Campeador, que ganaba batallas después de muerto, le basta con anunciar que piensa hacer una película para alcanzar el éxito, al menos de crítica anticipada. ¡Pobre gente aquella, qué aburrimiento!

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