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Tribuna
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Daños colaterales

Están estos días las tertulias radiofónicas y los artículos de prensa repletos de justa indignación ante el eufemismo "daños colaterales" del que se sirve la OTAN para denominar la muerte de personas civiles en Yugoslavia. Parece ser que lo que nos molesta no es tanto el fondo como la forma de la expresión. Que en una guerra tiene que haber víctimas es algo que tenemos asumido, pero nos escandaliza la aparente frivolidad que se encierra bajo el término "colateral": cuando el emperador de Roma mandaba a un general a hacer campaña en las fronteras del Imperio, solía marcarle un límite de legionarios fallecidos, alcanzado el cual, la expedición punitiva debía suspenderse; hoy seguimos igual y en todas las guerras existe siempre una previsión de víctimas propias, cínicamente acompañada de la implícita esperanza de innumerables víctimas ajenas. Sin embargo, a mi parecer, lo peor de esta frase no es la forma, pues expresa justamente lo que sucede, cosa rarísima en política: la OTAN no se propone matar civiles en Serbia (como se lo proponían estos mismos aviones en Vietnam: aquí no hubo daños colaterales), sino que las muertes inocentes son el resultado de despistes, errores e imprecisiones de las máquinas de matar. Toda gran empresa bélica supone daños colaterales: lo que les caracteriza es que se van dando poco a poco, de manera aleatoria y acompañados de las oportunas notas de descargo. Lo malo no es denominarlos así, lo perverso es aceptar su inevitabilidad. ¿Sólo las empresas bélicas? En la Comunidad Valenciana no tenemos ninguna guerra, pero sí una invasión en marcha, la del cemento que está borrando el perfil de nuestras costas y la quietud, dulcemente pueblerina, de nuestras ciudades. Se construye aceleradamente en cada barrio, en cada playa, de forma que pronto ya no quedarán ni esos solares en los que, a falta de zonas verdes, dejamos descansar un instante la vista para que la nostalgia del aire libre nos mantenga un día más, aun a costa de obstinarnos en ignorar los coches aparcados y la basura que se superponen al llantén. Lo malo es que dicha invasión también acarrea daños colaterales: un día cae un obrero de un andamio en el sur, y no pasa nada; algunas semanas más tarde se accidenta otro en el norte, incluso en un edificio público, como ocurrió en Castellón, y tampoco pasa nada; hace poco, asistimos a tres sucesos de diferente gravedad, uno de ellos con un obrero muerto, en la Marina y en la propia Valencia, y sigue sin pasar nada. El goteo estocástico de víctimas laborales se acepta ya como un tributo a las exigencias de la modernidad y del progreso. Las mismas personas que se escandalizan de la crueldad del faraón, que sacrificó miles de esclavos para construirse una pirámide funeraria, aceptan como la cosa más natural del mundo que el apartamento en la playa que se acaban de comprar (precioso: tres dormitorios y cocina-office, con terraza, piscina y tenis en la zona común) haya sido posible con algún que otro daño colateral. En raras ocasiones fue un muerto, las más, innumerables (y desconocidos) mutilados que quedaron en situación de baja permanente. Pero nosotros, los orgullosos propietarios del apartamento, no somos culpables. Al fin y al cabo no sabíamos lo que iba a pasar y lo más probable es que nunca lleguemos a enterarnos. Exactamente igual que los ciudadanos del Estado al que pertenece el piloto del F-18: él no sabía donde iba a caer la bomba y, si hay suerte y la moderna opacidad informativa funciona como es debido, nadie se enterará tampoco. Incluso suele suceder que las bombas machaquen varias veces el mismo objetivo, lo que indica falta de sensatez por parte de los desgraciados civiles que se empeñaron en seguir pasando por ese puente y que ya no pueden contarlo: es lo mismo que ha sucedido en cierto solar de Patraix donde se acaba de accidentar un trabajador a pesar de que hace un año moría otro allí. Estas noticias no interesan, son daños colaterales. Como mucho, llega a salir en el telediario un portavoz de los sindicatos para reclamar el cumplimiento de la normativa de seguridad en el trabajo o su reforma. Pero, sin negar que dicha normativa pueda estar desfasada, lo que importa es responder a dos preguntas. La primera, obvia: ¿por qué hay en la Comunidad Valenciana más accidentes laborales que en las demás?; aunque como he dicho, estos hechos tan apenas se consideran noticiables, basta recorrer varios periódicos regionales en Internet durante un mes para darse cuenta de que las estadísticas nos resultan escandalosamente parciales. La respuesta es fácil, y nos tranquiliza: porque nos hallamos en una fase expansiva de la economía y la construcción (pero no sólo: ahí está Ardystil) mueve muchos puestos de trabajo en una zona preferentemente turística como la nuestra. Bueno. La segunda es una pregunta menos evidente: ¿acaso pueden dejar los obreros de cumplir a rajatabla la normativa laboral de seguridad en el trabajo? Y aquí nuestra tranquilidad de conciencia se ensombrece. ¿No será que ese obrero que trabaja sin el debido anclaje, en un andamio situado a decenas de metros sobre el suelo, no podría satisfacer los requisitos de productividad marcados por la empresa si estuviese bien amarrado? ¿Cuántos de estos trabajadores están seguros de poder continuar en su puesto de trabajo cuando se les termine el contrato eventual y en qué faltas de seguridad laboral no incurrirán para que los vuelvan a contratar? Un mal día resulta que a alguien se le escapa una bomba sobre la embajada de China y la OTAN comprende que se ha pasado y que los daños colaterales empiezan a ser peligrosamente centrales. ¿Qué importancia social habrá de tener la víctima del próximo accidente laboral -un capataz, un arquitecto, incluso un político que, ataviado con el inevitable casco de plástico reluciente, había venido a inaugurar las obras- para que la sociedad se tome esta intolerable sangría en serio?angel.lopez@uv.es

Ángel López García-Molins es catedrático de Teoría de los Lenguajes de la Universidad de Valencia.

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