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Tribuna
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Correr

Mi amigo Antonio Caño, nuestro brillante jefe de Internacional, me está enseñando ahora a correr el maratón. Sostiene que si voy cumpliendo sus indicaciones, en los meses que faltan hasta mayo del 2000 estaré en condiciones de calzarme el dorsal y aspirar a recorrer el circuito entero. Son 42 kilómetros, me digo, y tengo 56 años, ¡Dios mío!, pero en un libro que llevo, titulado Cómo correr el maratón, Hal Higdon cuenta que, para celebrar su 60º aniversario, corrió tres maratones en tres fines de semana sucesivos. Ni murió ni se lesionó, aunque a Antonio no le ha parecido mal que yo suscribiera ayer mismo por teléfono un seguro especial de American Express para mayores de 50. Cada vez que se presencia un maratón es llamativo comprobar el número de veteranos que participan. Casi siempre llegan a la meta uno o varios con más de 70 años y, en ocasiones, como en 1992, se vio cruzar la raya de Boston a John A. Kelley, que tenía 84. Los maratonianos proclaman que correr beneficia a cualquier edad, si se está razonablemente sano, se hace poco a poco y se respetan los descansos. El descanso es tan importante como la acción, según ratificaría el budismo. En realidad, la cultura de la carrera cambia según se marquen objetivos duros u objetivos blandos. Lo más placentero de la preparación es olvidar su fin y complacerse en los diálogos del cuerpo. Tras varios meses de preparación se puede elegir, por ejemplo, entre ir en coche, en bicicleta o ir corriendo a comprarse unos calcetines a El Corte Inglés de Méndez Álvaro. Las extremidades se han tonificado tanto que permitirán transitar por sotos, lomas, vegas, eras, escombreras, huertos, cañadas y por la M-30 como si se hubiera ingresado en un reino azul de movilidad animal, fácil para huir o visitar un bosque con el solo soporte del par pulmonar y las nuevas prestaciones motoras de las piernas.

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