_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

La OTAN, en su sitio de siempre

La impresentable condición del régimen serbio ha beneficiado claramente a la OTAN en las últimas semanas, en la medida en que ha distraído la atención del sinfín de miserias que ha acarreado la intervención militar en Serbia y Montenegro. Buena parte de nuestra opinión pública ha sucumbido a una ilusión óptica: la que invita a concluir que las acciones de la OTAN no han respondido a otro propósito que el de hacer frente a la conculcación de los derechos de la mayoría albanesa de la población kosovar.Parece que los hechos desdibujan semejante ilusión. Los objetivos de la OTAN han sido otros: restaurar una imagen en franco deterioro; prevenir la eventual desestabilización de los Balcanes meridionales, a menudo asociada con la extensión del conflicto de Kosovo a Macedonia; dejar bien sentado quién rige hoy, sin disputa, el destino del planeta, y, en fin, componer un adecuado escaparate en el que reluzcan los últimos productos de la industria militar. Algunos estudiosos han agregado un objetivo más -el de poner freno a nuevos procesos de desintegración de Estados- que en estos momentos se vería dignamente confirmado por el compromiso de nuestros Gobiernos, tan férreo como patético, con la integridad de Yugoslavia.

Si estamos en lo cierto, y los anteriores han sido los objetivos de la Alianza, habrá que convenir que en ellos no se aprecia compromiso alguno con la restauración de derechos humanos conculcados. Esto aparte, y como tantas veces se ha sugerido, no puede invocarse ningún ejemplo sólido de intervención de la OTAN en defensa de los desvalidos, y parece razonable augurar que en los años venideros no tendremos la fortuna de comprobar cómo aquélla acude presurosa a poner fin a los desmanes en el Sáhara occidental, en Palestina o en el Kurdistán.

El irrefrenable impulso intervencionista de la OTAN no puede desligarse, por otra parte, de una premeditada marginación de otras instancias, y en singular de Naciones Unidas y de la OSCE. Cuando desde la Alianza se subraya la inocuidad de una y otra, se olvida que en buena medida es el producto de una bien tramada operación de dinamitado encaminada a anular agentes presuntamente molestos. A los nombres de Naciones Unidas y de la OSCE acaso hay que agregar el de la propia Unión Europea, sabiamente preterida -en este caso con su aquiescencia- por Estados Unidos cuando ha llegado el momento de tomar decisiones de enjundia.

Haz que tu opinión importe, no te pierdas nada.
SIGUE LEYENDO

A la marginación de competidores se suma el olvido de viejos y desafortunados comportamientos. A duras penas se entenderá la crisis de estas horas si arrinconamos los numerosos desafueros protagonizados por los Estados que lideran la Alianza. Ahí están, si no, la dramática ausencia de medidas de prevención, el liviano apoyo dispensado a la oposición serbia y al movimiento de desobediencia civil albanokosovar, o el enaltecimiento de la figura de Milosevic al calor del tratado de Dayton. Para no llevar el argumento tan lejos, hora es ésta de preguntarse si el despliegue en Kosovo de 28.000 observadores desarmados de la OSCE, en lugar de los anunciados 28.000 soldados de la OTAN, no hubiese ocasionado muchos más problemas al régimen serbio y muchos menos sufrimientos a la población civil. El olvido de las miserias del pasado contrasta, eso sí, con la firmeza de la que dan cuenta las cláusulas draconianas que, en Rambouillet, pretendían garantizar la libre circulación de los soldados de la Alianza por todo el territorio de Serbia y de Montenegro (nadie ha podido explicar, es cierto, por qué Belgrado se abstuvo de denunciar semejante aberración, lo que a buen seguro hubiese producido fisuras en la presunta unanimidad de nuestra opinión pública). Por si todo lo anterior fuese poco, hay que poner en duda la eficacia de las acciones de la OTAN. Al parecer, los únicos que ignoraban que la previsible respuesta de Milosevic a los bombardeos era una nueva oleada de represión en Kosovo eran los estrategas de la Alianza. El hecho de que Rugova estuviese desaparecido durante días remite, de nuevo, a un grado preocupante de improvisación. ¿Qué decir, en fin, de las numerosas víctimas colaterales, de los misiles caídos en Bulgaria o de las borrosas fotos de presuntas fosas comunes en Kosovo, que desdicen la difundida presunción de que los satélites norteamericanos pueden retratar la matrícula de un coche en una calle de Moscú? Claro que tampoco aquí la impericia se ha hecho valer en todos los terrenos. Para demostrar que Coluche, el humorista francés, estaba cargado de razón cuando afirmaba que "en la próxima guerra habrá que ser militar", ahí está el registro de varias semanas de conflicto: las escasísimas bajas del lado de la OTAN refulgen ante los centenares de civiles serbios, y los millares de albanokosovares, fallecidos.

Que todo lo anterior no es flor de un día lo avalan algunos de los hechos más recientes. La propuesta del grupo de los ocho nos ha traído a la memoria, por lo pronto, la misma miseria que se reveló en Bosnia a finales de 1995. A su amparo despuntan, de nuevo, la previsible consolidación del régimen de Milosevic, el deseo de mantener a éste alejado de cualquier tribunal internacional y, en suma, la ironía de su conversión en presunto garante de una desconsoladora autonomía para Kosovo. La aparente firmeza de los bombardeos se desvanece ante lo que a la postre se apadrina y obliga a recelar, una vez más, del cacareado compromiso -para nada se ha tenido en cuenta a los albanokosovares- con los derechos humanos.

Lo acordado, en suma, en la cumbre conmemorativa del medio siglo de la OTAN no puede ser más turbador. Que la principal organización de seguridad de los países más ricos se arrogue un derecho de injerencia que sólo reclama una vaga vinculación con un documento vaporoso como es la Carta de Naciones Unidas, resulta inquietante. Aunque sin duda lo es más todavía que apenas se hayan escuchado protestas, ni en Naciones Unidas ni fuera de ellas. ¿Qué decir, en fin, de esa formidable pieza retórica, la zona euroatlántica, que aspira a limitar geográficamente los espasmos intervencionistas de la OTAN? El otro día se me ocurrió sugerir que el término era tan ambiguo que sólo podíamos dar por descontado que no alcanzaba a Australia y a Nueva Zelanda. Alguien, con buen tino, me replicó que esos dos países eran miembros de la Commonwealth y que, en consecuencia, obraríamos con precipitación si los diésemos por excluidos.

Carlos Taibo es profesor de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid. Acaba de publicar el libro Para entender el conflicto de Kosova.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_