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El periódico de los domingos

PEDRO UGARTE Sí, en efecto, estamos hablando de este artefacto que tiene usted ahora mismo entre las manos. El periódico dominical se ha convertido en la biblia de toda una semana. Al habitual aluvión de información que genera el planeta (tozuda, incansablemente) cada veinticuatro horas, se añaden los análisis reposados, los extensos reportajes, los varios suplementos, los encartes, los fascículos y la revista en papel cuché a todo color. El periódico de los domingos nos traerá sugerencias para el ocio, guiará nuestras excursiones primaverales por cierta comarca de Soria, iluminará nuestro criterio para elegir una película del cine, nos ayudará a encontrar un buen restaurante en nuestra próxima visita al Baztán o a la Bureba. De hecho, usted, que es una persona culta (por eso lee columnas de opinión, cuando lo hace) quizás ya ha reservado para revisar después en casa dos o tres extensos reportajes y algún artículo de fondo más largo y enjundioso que este humilde comentario. Si es una persona, además de culta, inquieta por las cuestiones de nuestro tiempo, seguramente los domingos hará lo mismo que hago yo: comprar este periódico, que sabe imprescindible, pero comprar también uno o dos más. Es lo menos que se puede esperar de alguien que quiere estar bien informado, contrastar puntos de vista, formarse una opinión, dictaminar con criterio sobre el neonazismo británico, el estado de cosas en Kosovo, la política económica del Gobierno o sobre qué demonios pasó en el Palacio Euskalduna, en aquella inaugural noche de ópera a la que tampoco usted pudo o supo acudir. Usted es como yo, y por eso ahora sufre, ahora mismo está sufriendo. Lleva a su pequeño hijo o hija de la mano, ha salido de casa con dos o tres importantes encomiendas (comprar el pan, alquilar una película de vídeo, encargar ese pollo asado que comerán pronto en familia). Y habrá aún más agitados accidentes a lo largo de la mañana: el aperitivo con vermú, el partido de fútbol de los chicos en el campo del instituto, ese paseíto que tanto le gusta realizar por los jardines de la urbanización. En esas ocasiones, el periódico del domingo (los periódicos, si es que usted ha decidido formarse una fundada opinión) se transforma en un obstáculo para tan honrados planes. Ese inagotable caudal de sabiduría, reflexión y actualidad que es el periódico jugará en contra de los propósitos que se ha marcado este agradable día de fiesta. Puede que a estas horas, en su aventura matinal, ya se le haya caído al suelo la revista en papel cuché, o que el suplemento sobre astronomía, arte rupestre o música barroca no tolere más dobleces o que ese encarte de una sociedad pública, que le explica todos los logros del último ejercicio, se obstine en impedirle plegar bien su periódico. En efecto, usted está dispuesto a leerse todo esto hoy por la tarde (hoy mismo, sin duda), pero debe correr la aventura de transportar tan ingente material, intacto, hasta su casa. Eso es lo peor del periódico de los domingos: que una vez más, como tantas otras veces a lo largo de la historia de la Humanidad, el ansia de saber debe luchar contra las leyes de la física. Y no sólo contra ellas: también contra las leyes del tiempo. Porque a lo largo de la tarde, de las abúlicas tardes de los domingos, inexplicablemente, siguen pasando cosas. Usted se ve atrapado en labores imprevistas, pero absolutamente necesarias: esa reparación de bricolaje que tanto había demorado, la visita imprevista de su familia política o, bueno, la siesta del domingo por la tarde, que bien se la ha ganado después de toda una semana de trabajo, ¿no? Y el inefable periódico de los domingos se acaba convirtiendo en eso: en una desordenada montaña de papel desplegada por su casa, una pirámide de la que, cuando por fin llegue la hora de irse a la cama, quedarán sin embargo tantas cosas por leer. No se acueste invadido por un confuso remordimiento: usted es una persona culta, y simplemente ha hecho todo lo que ha podido para seguir siéndolo mañana.

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