Repugnancia y reflexión
IMANOL ZUBERO Desde el veterotestamentario canto del Siervo del profeta Isaías hasta las últimas imágenes televisadas de los desplazados kosovares, la víctima se muestra ante nosotros como un espejo en el que nos vemos reflejados. Un espejo deformado, sí, pero precisamente por ello más fiel a la realidad profunda de nuestras vidas. La consideración de la víctima implica una nueva forma de relacionarnos con el ser humano maltratado. La esperpéntica figura cuyo inhumano aspecto nos resultaba insoportable, el espantajo humano ante el que tantas veces habíamos vuelto la mirada, el desecho de hombre en el que nos parecía imposible reconocernos, nos devuelve nuestra propia mirada. Es el Mitmensch descrito por el superviviente de Auschwitz Primo Levi; ese ser humano concreto cuya presencia sufriente tiene la inconcebible capacidad de conmover incluso a los encargados de la tarea de introducir a los prisioneros gaseados en los hornos crematorios. Y es que, como reflexiona Levi, "una sola Anna Frank despierta más emoción que los millares que como ella sufrieron, pero cuya imagen ha quedado en la sombra". La persona vejada, derrotada, caída, posee la capacidad de conmovernos. La editorial Taurus acaba de publicar en castellano un libro de Michel Ignatieff titulado El honor del guerrero, en el que reflexiona sobre las consecuencias que las guerras étnicas están teniendo para la conciencia moral moderna. En particular preocupa a este autor el que, como consecuencia de la radical transformación experimentada en los últimos años por los conflictos bélicos (cada vez más etnicizados y cada vez más televisados), el universalismo moral acabe por adoptar la forma de una ética antipolítica y antiideológica que tan sólo se preocupe de las consecuencias de tales conflictos. La misma denuncia era expresada así por Alain Finkielkraut en una de sus últimas obras: "En nombre de la ideología nos negábamos ayer a dejarnos engañar por el sufrimiento. Enfrentados al sufrimiento, y con toda la miseria del mundo al alcance de la vista, nos negamos ahora a dejarnos engañar por la ideología". Pero el asco, la repugnancia moral, no puede sustituir al pensamiento. En conflictos como los de Ruanda, Bosnia o Kosovo es muy fácil pasar de la implicación con las víctimas a la más aristocrática misantropía. La preocupación ética por la víctima nace de una empatía con los inocentes, pero en las modernas guerras civiles, en las que los combatientes son muchas veces ejércitos irregulares (paramilitares, civiles armados, de manera que las distinciones entre civiles y soldados se difuminan), en las que se enfrentan vecinos contra vecinos, se vuelve sumamente difícil distinguir al inocente del culpable. Los que empiezan como agresores acaban a menudo como víctimas, y la búsqueda de la víctima inocente es tarea imposible, porque los cadáveres esparcidos entre los escombros hacen imposible cualquier intento de comprensión. En estas circunstancias, cuando no somos capaces de encontrar a la víctima inocente con la que empatizar, es muy fácil abandonarnos a la resignada sensación de que todos son igualmente víctimas o culpables, de que todos se han vuelto locos y que por lo mismo no merece la pena reflexionar sobre lo que está pasando. Estos días las imágenes provenientes de Yugoslavia están desconcertando a una opinión pública que se movilizó solidariamente desde el principio a favor de los refugiados kosovares violentados cruelmente por las tropas de Milosevic y que ahora contempla horrorizada las imágenes de civiles serbios reventados en las cunetas por los misiles de la OTAN. En circunstancias así, no puede ser más oportuna la recomendación de Ignatieff: "Si lo que se pretende es comprender la guerra moderna no hay que entrar sólo en el mundo de las víctimas, sino también en el de los pistoleros, los torturadores y los apologistas del terror, los que conciben únicamente a los suyos como criaturas sagradas con derechos humanos". Aunque sea más gratificante quedarse en las consecuencias.
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