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Tribuna:LA CRÓNICA
Tribuna
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Un brindis por la Reina JORDI PUNTÍ

Viernes 30 de abril. Hotel Hilton. Una parte de la comunidad holandesa en Barcelona, invitada por el Consulado general de los Países Bajos, se reúne para celebrar el aniversario de la reina Juliana -90 tulipanes-. Dos son las inquietudes que me llevan hasta el salón regio del Hilton. Una, presumible y generalizada, es comprobar si Cruyff y Van Gaal hacen vida social como holandeses en la ciudad de sus éxitos o si, por el contrario, ya se han marchado de fin de semana. La otra tiene que ver con la memoria, tan caprichosa: 20 años atrás, a lo largo de tres veranos, jugué en una playa de la Costa Brava con dos niñas holandesas, Corinne y Annemicke, mientras nuestros padres tomaban el sol e intentaban comunicarse por señas; los padres de mis amigas estivales daban a entender que tenían proyectos para vivir en Cataluña todo el año, y mis padres respondían que ya se sabe, el clima, la gente, la comida. En invierno nos escribíamos para practicar el inglés, pero poco a poco las cartas se fueron espaciando y etcétera, al siguiente verano ya no supimos encontrarnos. De tiempo en tiempo (pongamos que una vez al año, de forma aleatoria y en los lugares más inopinados), me acuerdo de esa familia holandesa y pienso qué habrá sido de ellos, dónde estarán ahora, y su recuerdo me trae siempre dos imágenes, por este orden: las coletas mojadas de Corinne goteando y el bañador naranja butano de Annemicke. Como si de un truco cinematográfico se tratase, cuando entro en el salón de la recepción veo reproducido ese mismo naranja chillón en la corbata del cónsul general, Maarten M. Van der Gaag, un señor de aspecto simpático y algo travieso (estilo lateral izquierdo ya retirado de la naranja mecánica) que saluda efusivamente a todos los recién llegados, y a cambio recibe las felicitaciones en nombre de la Reina. Tras el apretón de manos, un joven con traje regional me clava en la solapa un pin de un tulipán (naranja, cómo no) y me da una cuartilla con la letra del himno holandés: Wilhelmus. Un amigo me informa de que después lo vamos a cantar todos juntos, acompañados por la brass band que ahora está tocando algo de jazz. Se nos acerca entonces una kaasmeijse (literalmente, una chica-queso), con traje tipo Laura Ingalls, que nos ofrece sonriente unos tacos y nos indica dónde se sirve el vino. Con la copa en la mano y el paladar ansioso, damos una vuelta por el salón y nos acercamos a la mesa del salmón y el arenque, que se come crudo, con cebolla picada encima y acompañado de ginebra joven. A mi alrededor, los holandeses cogen el arenque por la cola, lo levantan y se lo van tragando poco a poco; después, sorbo de ginebra y risas. Les imito y me siento un poco como ellos, ahora podría ser un buen futbolista en un equipo de segunda fila un sábado lluvioso de otoño. Luego, mientras voy probando una serie de exquisiteces indonesias (una deferencia hacia la ex colonia), paseo a su alrededor y les observo. Aunque mi amigo me informa de que los jugadores del Barça no van a asistir, veo caras conocidas, miembros de ese interminable cuerpo técnico que todos los domingos abarrota el banquillo azulgrana. Siento la tentación de acercarme por detrás a uno de ellos e imitar a Van Gaal -"¡yo pienso... tú no tienes ritmo!"-, a ver cómo reaccionan, pero me reprimo por temor a represalias inmediatas. Llegan los postres (un helado de nata y, sí, naranja) y la hora de brindar por la Reina. Como me hago un lío, me informan de que la Reina de hecho son dos reinas: la reina madre Juliana y la reina hija Beatriz, que es la Reina que reina. El cónsul dirige a los invitados un breve discurso, pero como no parece que nadie le escuche se calla un par de veces para reclamar silencio y atención. Condecora a un domine, un pastor protestante que acaba de visitar a los presos holandeses en España; después aprovecha para recordarnos a todos los presentes que está un poco triste porque este es su último año en Barcelona, antes estuvo en Irán y ahora se va a Ecuador. La gente comprende su tristeza, pero sigue sin prestarle demasiada atención, de modo que el cónsul levanta la copa y a su señal la banda entona ya las primeras notas del himno nacional. Entonces sí, todos empiezan a cantar al unísono y, por unos momentos, el retrato de la Reina, colgado en el centro de la bandera holandesa (con un inevitable ribete naranja), se estremece en su marco. Mientras, yo también entono palabras incomprensibles (la ginebra joven) y observo de nuevo a los que me rodean. Niños rubios corretean y se arrastran por la moqueta regia. Con la copa en la mano, mujeres y hombres siguen cantando, y por debajo de la música y de la ausencia de Cruyff, como un artificio, se me imponen los interrogantes: ¿están entre estas mujeres mis amigas holandesas que hace 20 años que no veo? ¿Vinieron alguna vez a vivir aquí o se quedaron para siempre en Holanda? ¿Volveré a verlas algún día o seguiré convocando en el recuerdo, una vez al año (o más, o más), las coletas mojadas y el bañador naranja? Como no hay respuesta posible, apuro el brindis y aplaudo. Pronto me voy a ir, pero todavía quiero estar un rato más entre holandeses, entre holandesas. Mezclarme con ellas y escucharlas sin entender palabra. Nunca se sabe.

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