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Reportaje:PLAZA MENOR: SAN CAYETANO

Balda de La Guindalera

La calle de Cartagena atraviesa de parte a parte la plaza de San Cayetano, dejando a cada lado de su cauce, estrecho pero impetuoso, un irregular triángulo donde se apiñan árboles, bancos, toboganes, columpios y hasta un quiosco de prensa. Los árboles de un lado son plátanos de sombra, que han crecido robustos porque ésta es una especie adaptada a vivir en cautividad ciudadana, como los gorriones y las palomas. Los árboles de la acera contraria son acacias, otra raza sufridora y resistente que engaña con su aparente fragilidad.Los niños que juegan en uno y otro sector nunca se cruzan en sus juegos porque les separa esa cinta de asfalto casi siempre congestionada; vadearla es un tabú que las madres reiteran a diario a sus retoños para alejarlos del peligro. Es probable que los niños que juegan a uno y otro lado de la barrera sean siempre los mismos niños, porque la infancia suele ser muy territorialista y explícita en cuestión de límites y demarcaciones. Estos niños de La Guindalera, piensa el cronista que tiene el día filosófico, tal vez formen dos bandos irreconciliables, dos tribus hostiles, condenados a odiarse como buenos vecinos de Villarriba y Villabajo por culpa de esa frontera artificial.

El cronista regresa a la realidad cuando el camarero, que andaba también embebido con la televisión, llega por fin con el café. Desde el mostrador del bar del mercado se divisa uno de los sectores, el de los plátanos, y los tres o cuatro infantes que retozan por allí no tienen cara de odiar a nadie y parecen felices e inofensivos. En la plaza de San Cayetano hay unas galerías de alimentación, un pequeño mercado casi familiar, donde todo el mundo se conoce y reina una ejemplar camaradería.

En este mercado trabajaba, y tal vez siga trabajando, uno que se llama Luisón, anda por los 120 kilos corridos y es capaz de embaularse una merluza entera después de haberse metido en la tripa tres platos de judías con chorizo. Así, con estas mismas palabras lo describe Juan José Cuadros en El libro de La Guindalera, obra amena y enjundiosa, de prosa castiza y chispeante, apasionado homenaje que el autor, fallecido en 1990 dedicó al barrio de sus amores, que describe como el más entrañable, variopinto y acogedor.

No será para tanto, puede pensar el lector que desconfía de los amorosos arrebatos de los cronistas locales con sus cosas. Pero resulta que sí que es para tanto, porque en su entrañable, variopinto y acogedor libro, este ilustre cronista de La Guindalera hilvana una poderosa lista de razones que no son históricas, paisajísticas ni monumentales. En su detallada guía, Cuadros no se limita a callejear, el autor, si es necesario, se cuela hasta la cocina y sienta a los lectores en la sala de estar de ilustres residentes del barrio, artistas e intelectuales, incluso nos advierte sobre las malas pulgas de algunas de sus mascotas.

Cuadros llama a esta plaza de San Cayetano La Playa, con irónica y castiza prosopopeya, y canta sus gestas sencillas y cotidianas: "Aquí jugó", escribe, "a la comba y al corro de la patata la actriz Ana Mariscal, y el dramaturgo Lauro Olmo, hombre cordial, grandón y bigotudo, nos contó en su libro de cuentos titulado Golfos de bien, sus correrías de chaval por esta plaza y estas calles". Hoy, en la plaza de San Cayetano debe haber el mismo número de bancos de los de sentarse que de los otros. Las sucursales bancarias, que las hay de todos los colores y marcas, compiten también con las tabernas, aunque ya falten algunas de las que hace algo más de una década describía Juan José Cuadros, que jalona su libro deLa Guindaleracon puntuales pausas para tomar un vasito aquí y otro dos manzanas más arriba.

Con Cuadros, el lector va conociendo a plateros y carboneros jubilados, dos gremios antitéticos en blanco y negro que estuvieron ampliamente representados cuando La Guindalera, que había dejado de ser campo de cerezos, se convirtió en un barrio de casas bajas y hotelitos discretos, donde confluían los emigrantes aragoneses y los pequeños burgueses del centro que construían sus hotelitos para huir de los calores veraniegos sin perder de vista sus negocios.

Los de la platería y la carbonería, sobre todo este último, son oficios en vías de extinción, lo que de alguna manera explica el pesimismo del carbonero retirado que recorre las calles del barrio clamando contra el progreso.

Al cronista le hubiera gustado acompañar en su ronda a este guía zumbón y zascandil que, con mejores modales que el Diablo Cojuelo, pero con idéntica intención, levanta el hojaldre de los tejados de La Guindalera y nos invita a mirar con él en el interior, y si tenemos tiempo, nos sugiere que excavemos en algunos jardines abandonados porque, según viejos rumores que corrieron por el barrio, durante la guerra civil algunos vecinos enterraron en ellas papeles y objetos comprometedores, libros, carnés, revistas y documentos, diplomas y tal vez medallas y banderas.

"La Guindalera está perdiendo los pelos y señales que un día le hicieron gajo dulce y diferenciado de la enorme naranja de Madrid". Así lo anunció Cuadros, que escribió el libro para preservarlos en la memoria colectiva a través de una galería de personajes a medio camino entre el sainete de Arniches y el apunte carpetovetónico de Cela.

A don Juan José Cuadros le deberían dedicar una calle pequeñita, nada de estatuas, por favor, en su barrio, que es un barrio que fue residencia de artistas y saineteros olvidados de los que aún queda memoria en el callejero y de los que nos da razón en su libro, guinda de La Guindalera.

Una calle superviviente a la invasión de los despersonalizados bloques y de 1os comercios deshumanizados, en 1os alrededores de esta playa de San Cayetano, literaria y cinematográfica, no sólo porque en ella saltara a la comba la actriz y realizadora Ana Mariscal, sino por los estudios e instalaciones que la precaria industria cinematográfica instaló en la zona a partir de los años sesenta.

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