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Tribuna
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Una aventura europea

Dentro de la sopa de siglas que recorre Europa, a mucha gente le cuesta situar al Consejo de Europa porque como institución no interviene en conflictos bélicos ni está presente en la primera fila de las grandes conmociones políticas, y además, muchos lo confunden con el Parlamento Europeo o con el Consejo Europeo. Pues bien, el Consejo de Europa no sólo existe y funciona, sino que es una de las instituciones más importantes para la construcción de una Europa democrática y pacífica.El Consejo de Europa se puso en marcha hace 50 años, cuando el continente europeo se debatía entre los estertores de la II Guerra Mundial y se enfrentaba ya con el drama de la división en dos grandes bloques. Casi por las mismas fechas, tras el bloqueo de Berlín y el llamado golpe de Praga, se había creado la OTAN como gran estructura militar encabezada por los EE UU. Pero, a diferencia de esta institución, el Consejo de Europa surgía como un organismo estrictamente europeo sin presencia de las dos grandes potencias. Su objetivo era terminar para siempre con las guerras entre europeos creando un espacio democrático común, con un mismo sistema de derechos humanos y unos mecanismos comunes para hacerlos ejecutivos. El núcleo fundacional estuvo formado por 10 países, y su estructura era muy parecida a la de un Estado democrático: una Comisión que ejercía como un Gobierno, formada por los ministros de Asuntos Exteriores de los países miembros; una Asamblea Consultiva formada por diputados y senadores de los parlamentos nacionales, y un tribunal que, de acuerdo con la Comisión, podía dilucidar los casos de infracción de los derechos en todos y cada uno de los países miembros. En medio de las tensiones de la guerra fría, el Consejo de Europa se consolidó como un gran instrumento para la promoción, la extensión y la protección de los derechos humanos, muy especialmente tras la puesta en marcha, en noviembre de 1959, del Convenio Europeo de Derechos Humanos. Pero Europa seguía dividida en dos bloques y, aunque el espacio común funcionaba cada vez más, siguió siendo un espacio reducido hasta que España y Portugal se liberaron de sus dictaduras y Grecia y Turquía fueron incorporadas para controlar sus durísimos enfrentamientos. Mientras tanto, la Convención se desarrolló con nuevos protocolos y el Consejo de Europa amplió sus funciones como organismo de cooperación en terrenos como la economía, los derechos sociales, la sanidad, el medio ambiente, la cultura, los poderes locales y regionales, la judicatura y los textos jurídicos fundamentales.

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Durante la guerra fría, el Consejo de Europa consolidó, por consiguiente, un espacio democrático muy sólido. Pero el gran cambio se produjo tras la caída del muro de Berlín. De golpe, todos los países del bloque soviético llamaron a su puerta y sobre el Consejo de Europa cayó una auténtica avalancha. Todos los miembros del antiguo bloque soviético querían incorporarse al Consejo cuanto antes, como garantía de respetabilidad democrática y como mecanismo de cooperación para la transformación de sus sistemas e instituciones en otros de carácter democrático.

De golpe, el Consejo de Europa tenía que contribuir a la redacción de nuevas constituciones democráticas, a pilotar el cambio en las viejas estructuras jurídicas, como los códigos penales, civiles y mercantiles y sus procedimientos procesales, a organizar unas instituciones judiciales independientes, a proteger los derechos de las minorías, a asegurar el pluralismo político, étnico y religioso, a eliminar la pena de muerte, a hacer efectiva la libertad de prensa y de comunicación, etcétera.

Los miembros del Consejo de Europa tuvimos que recorrer todos los rincones del caído bloque soviético, desde la Alemania del Este hasta Siberia, desde el Ártico hasta el mar Caspio, desde los países bálticos hasta Chechenia, Transnistria y los países del Cáucaso, y el Consejo vivió unos años frenéticos elaborando programas de acción y de reforma, a sabiendas de que no sería fácil imponer sin traumas ni resistencias sus principios en muchos de aquellos países, todavía dependientes de las estructuras del pasado y a menudo enfrentados a tremendas tensiones internas y a intentos de separaciones territoriales.

Hoy, el Consejo de Europa está formado por 41 países, que van desde Islandia hasta el extremo oriental de Siberia. Las más recientes incorporaciones son las de los países caucásicos y el único que permanece fuera es Yugoslavia. Naturalmente, el Consejo ha tenido que adaptar su estructura y su funcionamiento a la realidad de esta enorme ampliación, y una de sus tareas fundamentales es no sólo cooperar en la creación de las instituciones democráticas, sino también seguir muy de cerca el desarrollo de las mismas. Recientemente se ha creado una comisión llamada de Seguimiento, de cuya presidencia formo parte, que sigue, país por país, el cumplimiento de las condiciones que se les impusieron al darles entrada. Una de estas condiciones es la obligación de abolir la pena de muerte y de no ejecutar a ningún condenado mientras no se haya abolido. La moratoria de no ejecución ha funcionado en Turquía desde 1984, pero en Rusia y Ucrania hemos tenido serios problemas para que se cumpla. Y una gran novedad es la creación de un auténtico Tribunal Europeo de Derechos Humanos, que ya está en funcionamiento, al cual pueden recurrir como última instancia todos los ciudadanos de los países miembros.

El Consejo de Europa es una gran institución de la democracia. Y todo hace prever que en el complejo panorama de esta Europa de fin de siglo su papel como factor de unificación y de desarrollo democrático será cada día mayor.

Jordi Solé Tura es miembro de la delegación parlamentaria española en el Consejo de Europa.

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