Once en todo el siglo
Cuando Soledad Becerril tomó posesión de su cargo como ministra de Cultura en un gobierno presidido por Calvo Sotelo sólo los más viejos del lugar recordaban el lejano día en que Federica Montseny había entrado en el gobierno de Largo Caballero: de noviembre de 1936 a diciembre de 1981 habían transcurrido nada menos que 45 años. Nadie se admiró, por lo demás, de la índole del ministerio que había tocado en suerte a Becerril, Cultura, uno de esos comodines que los presidentes tienen a mano para satisfacer expectativas o atender solicitudes de sus variadas clientelas.Montseny había sido la primera, Becerril la segunda mujer que en los ochenta primeros años del siglo había llegado a ministra. En el sistema de la Restauración, donde los ministros turnaban mucho pero circulaban poco, ni una sola mujer juró un cargo de ministra ante el rey Alfonso. La República, que les concedió por vez primera el voto, tampoco fue generosa en puestos ministeriales. Con toda seguridad, si de Largo Caballero hubiera dependido, Montseny nunca habría sido ministra; pero como quien nombraba era la CNT, no tuvo más remedio que aguantarse y aceptarlo como hecho consumado.
Con Franco no había siquiera cuestión: pensar que una mujer pudiera compartir los secretos de la política sentándose en un consejo de ministros era algo que ni se planteaba. No por venir del Movimiento, sino porque así vinieron las cosas, Adolfo Suárez tampoco tuvo la ocurrencia de nombrar ministro -como entonces aún se habría dicho- a ninguna mujer. Y no es que le faltaran ocasiones. Los gobiernos de Suárez duraban unos cuantos meses y los ministros circulaban por ellos a una velocidad muy respetable: en los mal contados cinco años de su presidencia nombró la friolera de 55 ministros. Pero tuvo que llegar Calvo Sotelo para que por vez primera una mujer en la democracia, y por segunda en el siglo, se hiciera cargo de un ministerio.
Se podría esperar que a partir de ese momento no cabía más que un rápido progreso, no sólo porque a la izquierda se le suponía un mayor igualitarismo, también en cuestiones de género, sino porque, roto el tabú, era impensable la marcha atrás. Pero Felipe González dejó pasar más tiempo del que había durado Suárez antes de reabrir a alguna mujer la puerta del consejo de ministros. Sus primeros gobiernos quedaron reservados sólo para hombres y hubo que esperar hasta julio de 1988, cuando ya habían transcurrido seis años de socialismo en el poder, para asistir al retorno de las mujeres. Un plural que era lo menos que en plural se despacha -un par- pero, en fin, por vez primera se pudo hablar de mujeres en el gobierno: Matilde Fernández y Rosa Conde.
Desde entonces, siempre ha habido mujeres en los consejos de ministros. A las dos de 1988 sucedieron las tres de 1993: Alberdi, Alborch y Amador. En total, durante sus trece años y pico de presidente, de 51 nombramientos ministeriales, González hizo recaer cinco sobre mujeres, nada del otro mundo. Pero a las tres de 1993 siguieron las cuatro de 1996: de una tacada se había elevado a once el número total de ministras en lo que iba de siglo. Y aunque estas cosas no se midan por kilos ni por unidades, como dice la ex de Agricultura, parecía que la progresión, si no geométrica, era irreversible: Aguirre, Mariscal, Palacio y Tocino constituyeron, cuatro de 14, el grupo más numeroso de ministras jamás habido en la política española.
¿Tal vez demasiado numeroso? Es lo que parece haber pensado el presidente Aznar, que a su indiscutible record de estabilidad gubernativa añade el de resolver las minicrisis prescindiendo de una ministra: dos minicrisis, dos mujeres fuera. Menos mal que el fin de la legislatura se anuncia próximo y no va a quedar ocasión para volver a los tiempo de sólo hombres. A no ser, claro está, que Barajas colapse, Iberia se hunda y no le quede más remedio que atender al clamor general y prescindir de Mariscal y Tocino.
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