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¿Por qué es bueno el liberalismo?

Acaba de aparecer un nuevo inédito de Berlin, el segundo o tercero desde que sir Isaiah pasó a mejor vida hará cosa de dos años. Procede de unas conferen+cias que Berlin pronunció en Washington en el 65, difundió a continuación por la BBC, y dejó luego en barbecho, con el propósito de dar al material antiguo otra vuelta de reja y sacar un libro hecho y derecho. No llegó a posar la mano en la mancera, y lo que ahora tenemos son las conferencias originales, agavilladas por un título de circunstancias: Las raíces del Romanticismo. Berlin, tan suelto de pluma, tan diluvial, tan brillante por de fuera, era en realidad un escritor maniáticamente escrupuloso. Lo revela el modo como preparaba sus clases en Oxford. Trasladaba primero sus pensamientos al papel; luego hacía unas notas resumidas, y después una serie de notas más resumidas aún. Al cabo, se olvidaba de las notas y pronunciaba la lección a pelo, sin detenerse un instante y con la vista fija en un punto indeterminado del fondo del aula. El resultado era formidable, pero no lo era menos el esfuerzo, y Berlin odió siempre el oficio de profesor. Acaso, haya odiado también el de escritor. Bueno, da igual. Tengo dos razones para hablarles de Las raíces del Romanticismo, la una objetiva y académica y la otra más personal. La objetiva, es que Berlin sigue siendo, junto a Hayek, el liberal más influyente de este fin de milenio, y por tanto, alguien a quien no conviene dejarse trasconejado en el camino. La subjetiva... la diré más tarde. Y ahora, vamos al grano. Al grano del liberalismo, y al grano de Isaiah Berlin. La visión liberal encierra una suerte de aporía, en cuyo centro se situó valerosamente Berlin. Es característica eminente del liberal su apertura inteligente hacia otras formas de concebir el mundo, incluidas las manifiestamente antiliberales. En el límite, el liberal no sólo registra la existencia del otro, sino que se coloca en el lugar del otro y provisionalmente piensa y siente como el otro. Éste, por cierto, fue un ejercicio en que descolló Berlin, a quien siempre fascinaron más los liberales dudosos, o los enemigos del liberalismo, que los liberales ortodoxos. Pero se suscita de inmediato una dificultad de índole práctica. Bien está que el liberal tienda los oídos a melodías varias. Ha de impedir, no obstante, que las más destempladas se trencen en una sinfonía, puesto que ello podría dar al traste con el tinglado mismo de la libertad. El orden auspiciado por el liberal desaloja, de hecho, a casi todas las formas de organización política o social ensayadas en Occidente antes de la Revolución Americana, por no hablar, de suyo cae, del resto del mundo. Pocock ha resumido insuperablemente la situación en un ensayo famoso sobre la instauración de la libertad de cultos en los Estados Unidos. Esa libertad se consiguió, según Pocock, desactivando a la religión. La religión se convirtió en un negocio atañedero a la economía interna del individuo, o, en palabras de Jefferson, en un asunto de pura "opinión". Entre el derecho a cultivar privadamente el credo religioso que fuere, y el afán mesiánico y violento de las sectas protestantes que habían plantado sus reales en la nación americana, existía un abismo, y ese abismo hubo de ser colmado recortando las alas a los más encendidos. Nos encontramos así con que los Estados Unidos sólo siguen siendo religiosos en sentido figurado; en verdad, son un país marginalmente religioso, o mejor, un país donde las distintas sectas conviven después de haberse contraído a sociedades o clubes para ventilar, bajo el amparo de la Constitución, sus respectivos y discutibles puntos de vista.

Estas angosturas de la filosofía liberal, o si prefieren, de la política liberal, no terminaron nunca de gustar a Berlin. Su tesis del pluralismo de los valores sostiene que las formas de vida a que ha sido llamado el ser humano son muchas e incompatibles entre sí, y que sería necio o mezquino o demasiado simple establecer una jerarquía donde unas estuviesen arriba y otras abajo. Sigue valiendo para Berlin, en fin, una vieja idea de Vico (y de Herder): cada época, cada sociedad, florece a su manera. Reprochar a los griegos arcaicos que no hayan generado, además de los cantos homéricos, la política parlamentaria o las constituciones modernas, implicaría suponer que todas las flores fragantes caben en el mismo búcaro, siendo así que unas excluyen a otras. Ulises no habría sido un héroe en una sociedad sujeta a Derecho, ni las violencias de Aquiles son conciliables con el ethos puritano y contenido de Benjamin Franklin. No es hacedero tener todo al mismo tiempo. Ni cabe tampoco alargar el índice y determinar dogmáticamente qué partes dentro de ese todo inasequible son incontestablemente las mejores.

Así rodaban las cosas cuando, a mediados de los setenta, en un artículo publicado en la New York Review of Books, Arnaldo Momigliano, el gran estudioso de la cultura, señaló que Berlin estaba metiéndose en camisa de once varas. El pluralismo berliniano constituía, según Momigliano, una forma de relativismo, y el relativismo acaba por minar las bases de la ética liberal. Por supuesto, andaban de por medio Vico y Herder, los dos autores favoritos de Berlin. El artículo de Momigliano concluía con este aviso: "Antes de resucitar a Herder o Vico, es necesario que nos preguntemos hacia dónde nos conducen uno u otro".

Berlin tomó nota de la advertencia de Momigliano, y dedicó una buena porción de los veinte años subsiguientes a demostrar que su pluralismo no tenía por qué llevar implícito un relativismo, ni una neutralidad mortífera en último extremo para la disciplina liberal. No creo que lograra su intento, por las razones que ya se sabe. Pese a ello, pienso que el pluralismo de los valores sigue estando vivo a su manera, o por lo menos, no del todo muerto. A fin de comprobarlo, es recomendable regresar a cero y hacerse una pregunta candorosamente radical: ¿por qué es bueno el liberalismo? ¿Por qué es bueno que el hombre sea libre de escoger, con todas las restricciones que se quiera, el modo como ha de vivir?

Una respuesta posible, y muy del gusto de los espíritus escépticos, consiste en reivindicar la libertad consensuada como la manera mejor de evitar conflictos. Tal fue el itinerario que condujo en Europa a la tolerancia religiosa, y luego a la tolerancia en general. No estimo, con todo, que esta respuesta sea completa. No considero, tan siquiera, que sea genuina. El que cree en la autonomía del individuo, no cree meramente en las saludables economías externas de una filosofía o una organización política que de paso protege la autonomía individual, sino que cree en eso, en la autonomía del individuo, en la bondad inherente a que sea el hombre autónomo. Y esta creencia se me antoja ininteligible si no va fundada en una creencia previa en la bondad potencial del hombre. En la idea de que el hombre es un depósito de prendas excelentes, y que estas prendas quedarían inertes y en estado latente si su depositario no las retornara a la vida mediante sucesivos y discrecionalísimos actos de la voluntad.

Y entonces asoma de nuevo la cresta el pluralismo berliniano de los valores. Los cristianos primero, o los marxistas después, podían exaltar al hombre y a la vez deplorar su estado de forma crónicamente malo porque tenían guardada en la manga una historia mítica sobre la caída y posterior redención de la especie. El hombre como tal era deleznable, pero su destino era glorioso, y esta gloria prospectiva arrojaba de rebote sobre él un prestigio incalculable. La historia desacralizada nos devuelve sin embargo al hombre efectivo, al hombre constatado, y por tanto a un balance al que no podemos agregar ceros especulando acerca de la segunda venida de Cristo o del imperio futuro de la sociedad sin clases. Tenemos lo que tenemos, y lo que tenemos es el rastro que ha dejado el ser humano al deslizarse por este mundo sublunar. Sus grandes obras literarias o plásticas o civilizatorias. Su rico pasado, aun cuando este pasado sea incompatible con las democracias liberales del presente. O su intrigante presente, incluso allí donde se echan de menos las libertades y derechos de que nosotros disfrutamos a la sazón. El pluralismo no se acredita, en fin, por razones abstractas. Lo hace porque, sin pluralismo, tampoco hay sujeto. O sea, tampoco hay hombre.

Las raíces del Romanticismo no expone formalmente esta tesis, pero la insinúa con elocuencia maravillosa. Los románticos descubrieron, según Berlin, la variedad del hombre, el puzzle asombroso del hombre, y también el desorden y mutua enemistad y tensión entre las piezas de este puzzle, y suscitaron un fuego que sólo la recíproca tolerancia puede contener dentro de límites sensatos. El Romanticismo desmadrado remata en la exaltación maniática del yo y al cabo en los fascismos; pero el Romanticismo domeñado conduce al liberalismo. En parejo sentido, el liberalismo es hijo del Romanticismo. Nunca, hasta ahora, me había parecido Berlin tan conmovedor. Y nunca tan frágil. Tan inclinado sobre una verdad que está en peligro y tiembla, lo mismo que la gota precaria, en la punta de la rama.

Álvaro Delgado-Gal es escritor y director de la revista Libros.

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