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Una historia de abril

El padre le regaló el reloj al niño: tenía muchos años, sobre todo para el niño, nada menos que veintisiete, pero estaba impecable. "Cuídamelo bien", dijo. El niño, que se sintió muy orgulloso del regalo -era además su primer reloj- y se miraba con énfasis la muñeca, lo cuidó cuanto supo, desde luego menos que el padre, a quien nadie superaba en este aspecto. Fue su primer reloj, ese que nunca se olvida o no lo olvidaban los niños de aquellos tiempos precarios. Un día, muchos días después, el reloj se paró. Hasta entonces, hasta poco antes, para ser exactos, el niño no supo toda la historia del reloj, ni siquiera la sabe entera hoy. Al padre le regalaron el reloj en medio de la alegría del 14 de abril de 1931. Se lo contó un día su madre, cuando el padre había muerto. Pero todavía hoy el niño, ya adulto, no sabe la historia entera. ¿Quién le regaló ese reloj al padre? Era un reloj de marca, un excelente reloj. Un regalo así no lo hace cualquiera. ¿Fue una novia del padre? A lo mejor fue una novia, que, desde luego, no se casó con la que sería la madre del niño. Tardarían años hasta el nacimiento de éste, bastantes años en que el reloj funcionó impecable, sin atrasar una décima de segundo, aunque debió soportar las detonaciones de los cañones, el dolor y la furia de la guerra civil en el frente de Peñarroya.

Ese padre del que he hablado era el padre del autor de este artículo, y la memoria de su reloj, porque fue mi reloj mucho tiempo, se me ha puesto en pie bajo la clara y algo violeta luz de un nuevo 14 de abril, que hace el sesenta y ocho de la proclamación de la Segunda República. El tiempo va muy deprisa, es un caballo sin bridas, el siglo va a terminar con guerra, como empezó, cuando empezó de verdad, y casi en los mismos lugares, y lo que va quedando de aquella fiesta republicana son esos recuerdos, esas briznas de la memoria, esos lejanos sonidos de un pasado desvanecido ya para siempre. No sé si poca o mucha gente ha recordado el significado de este día; seguramente poca, y a lo mejor tiene razón. Pero una cosa es la razón de la historia y otra la lógica de la memoria, que vuelve como los péndulos de los relojes de pared, valga aquí el símil.

La historia de ese reloj se completa un día de 1968, cuando el niño, ya un joven, se encontró en una oscura oficina policiaca y alguien, anónimo y liso de rostro, le preguntó si vivía en la calle X de Sevilla; el joven dijo que no, que allí había vivido su padre, es decir, el hombre del reloj cuya cartulina de no adicto al régimen constaba en aquellos archivos del rencor.

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El joven comprendió que no debía haber dicho lo que dijo, pero hoy, treinta y un años más tarde, 14 de abril de 1999, el reloj, la memoria de su padre y aquella jornada hiriente en el lugar impío se anudan en un mismo lazo de emociones, sentidos y sentimientos. En la distancia recuerda que el reloj con que entró en aquella oficina amarga era el reloj que le habían regalado a su padre el día de la proclamación de la República. A lo mejor por eso padre e hijo iban a hermanarse desde entonces en aquel archivo, porque los dos habían llevado una vez el mismo reloj.

Y a lo mejor resulta que ese trémulo lazo -el mío aquí, pero también el de otros, igualmente tejido de concentrados afectos- es, de momento, lo mejor que podemos tener y que debemos conservar para el futuro político de este país. No abstracciones, no alegorías, sino emociones, sentidos y sentimientos. Un reloj, una novia enfervorizada, un hombre enamorado, si fue eso y bien pudo serlo, porque el regalo de ese reloj tuvo que proceder de fuertes sentimientos. Después la memoria, elaborada durante muchos años, proyecta imágenes de tranvías convertidos en hermosos barcos varados en una plaza grande y clamorosa, donde la muchachada republicana entona canciones de igualdad y libertad.

Pero eso viene, vino después. Lo principal es ese reloj, esa novia generosa y contenta, ese mirar enamorado al reloj y ver que eran las nueve de la noche y que la bandera que ondeaba en aquel aire de abril tenía un color más que el habitual. Un color que no era el del reloj, porque el reloj no tenía, claro, ese color, pero que quizá lo era, simbólicamente, y ese color se suma también a ese trémulo lazo que ha construido la memoria sesenta y ocho años después de que España cambiara de régimen.

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