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Sapos JOSEP RAMONEDA

Josep Ramoneda

En su libro Zigzag, Hans Magnus Enzensberger describe la miseria existencial de los políticos y nos invita a compadecernos de ellos en vez de insultarlos o criticarlos. Enzensberger nos los presenta como seres marcados por el aburrimiento de lo eternamente igual, condenados al suplicio de las reuniones, que forzosamente acarrea graves consecuencias mentales, sin tiempo para frecuentar otra literatura que la jurídico-administrativa, sometidos a la rigurosa prohibición de manifestar lo que piensan en público, limitados a un lenguaje pautado y deformado, obligados a la humillación de hacerse publicidad constantemente acariciando bebés o elefantes y saliendo en los programas de televisión más infectos, con su soberanía temporal sometida a la dictadura de la agenda y forzados a vivir un aislamiento social completo a pesar de que siempre tienen que buscar la compañía de la gente para la foto. Ante este desolador panorama humano vienen ganas de echarse a llorar. Y de hacer pública expiación de los pecados por haber sido impío con ciudadanos sin esperanza clínica. Y sin embargo, ¿por qué les gusta tanto? ¿Por qué les cuesta tanto dimitir? ¿Por qué sufren tanto cuando lo dejan? Esta misma semana hemos vivido un ejemplo de las torturas psicológicas que acechan a los políticos. En el Parlamento español, el portavoz de los diputados de Convergència i Unió criticó duramente la gestión del ministro Arias-Salgado por el caos aeroportuario, pero inmediatamente los diputados del grupo votaron a favor del ministro. En el Parlamento catalán, el portavoz del Partido Popular criticó duramente la gestión del consejero Farreres, pero a continuación los diputados del grupo votaron a favor del consejero. No sabemos si lo que decían los portavoces coincidía con lo que pensaban; en política, plantear esta pregunta es considerado falta de urbanidad. Pero el desacuerdo constante entre lo que uno dice y lo que uno hace sólo puede conducir a penosos desarreglos psicológicos. Como se sabe, la capacidad de adaptación del ser humano es prodigiosa. Con el tiempo, la contradicción entre lo que se dice y lo que se hace se convierte para los políticos en puro acto reflejo. Llegados a este estadio, ya son definitivamente irrecuperables. Pujol ha definido la conducta consistente en criticar con la boca y apoyar con la mano como tragarse sapos. Un menú tan poco apetitoso exige una justificación pública, porque alguien que fuera por la calle comiendo sapos sería inmediatamente señalado como un tío raro por el sentido común de la ciudadanía. El argumento es la gobernabilidad. El horizonte de la política se ha ido estrechando. De los ideales de libertad e igualdad hemos acabado en una resignada aceptación de la gobernabilidad como criterio de todas las cosas. Cuando una palabreja de este tipo se convierte en lugar común referencial, mejor no preguntar demasiado. En estos tiempos de doctrinarismo económico, la apelación a la gobernabilidad es como una jaculatoria: promesa de estabilidad para dar confianza a los mercados. Así está ya de colonizada la jerga política. Y sin embargo, hasta el argumento de la gobernabilidad es una coartada. Reprobar a un ministro que lo ha hecho mal no pone en peligro nada. Sólo al propio ministro, que será inmediatamente sustituido por otro. Únicamente la megalomanía de los políticos, que, como dice Enzensberger, para defenderse de su miseria existencial generan comportamientos maníacos, explica que votar contra la gestión de un ministro pueda ser considerado un agravio capaz de romper una mayoría. Antes y después de la reprobación del ministro, la mayoría parlamentaria habría sido la misma. La loada estabilidad habría quedado perfectamente garantizada. Y el país habría salido ganando por partida doble: un ministro inútil habría sido sustituido por otro que, por lo menos durante cien días, se beneficiaría del prejuicio favorable y se habría dado ejemplo de verdadera cultura democrática. Cuando se tiene el gobierno se es demócrata por obligación. A los políticos no les gusta que les contradigan ni que les enmienden la plana. La gobernabilidad es una coartada. Pujol hizo que los suyos votaran al PP (y por tanto asumió, suponemos que contra su voluntad, la penosa gestión ministerial del tráfico aéreo) para que el PP votará a su consejero y viceversa. Y sin embargo, una votación libre, dándose el gusto de cargarse a un ministro impopular, permitiéndose por una vez, como la gente normal, hacer lo que el cuerpo pide, habría sido un atrevimiento muy higiénico para ellos. Habrían recuperado prestigio y habrían soltado unas cuantas frustraciones, lo cual hubiera hecho más llevaderas las miserias psicológicas de su oficio. Pero están tan atrapados que el automatismo del poder puede más que las pasiones. ¿Qué podemos hacer por estos desdichados ciudadanos que han renunciado a vivir por todos nosotros? Sólo caben dos opciones: hacer una colecta para mandarles unos psicólogos sociales o convenir que todo es una astucia de su parte para arrancar nuestra compasión, pobres deglutidores de sapos.

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