Defunción

Abandoné el periódico sobre la mesa mientras calentaba el café, y cuando volví a cogerlo me pareció que estaba muerto. Lo palpé un poco por fuera, a la altura de la glándula internacional, y le noté el hígado inflamado. Al abrirlo, perdió enseguida por la página impar unos fluidos kosovares acumulados por la obstrucción de canal colédoco. El olor era el característico del jugo biliar, así como de los humores lacrimales exudados por unas fotografías en blanco y negro donde unas mujeres alimentaban a sus bebés con llanto en vez de leche. En la cavidad abdominal se apreciaban, sin digerir, restos de unas informaciones que los corresponsales habían construido en tercera persona, cuando les estaban sucediendo en primera, por lo que la pasta no resultaba asimilable. Alcanzado el intestino para examinar las heces que casualmente no se habían desprendido de su interior del quiosco a casa, pude comprobar que estaban formadas por fascículos de bricolaje, coleccionables sobre jardinería, encartes de automóviles y suplementos inmobiliarios, literarios o religiosos, indistintamente, a medio deglutir, por lo que las moléculas encargadas de pasar al torrente sanguíneo del periódico permanecían sin disgregar, arracimándose en forma de grumos con aspecto nauseabundo. El tamaño del corazón era pequeño, en el límite mismo de la mezquindad. Detecté una bolsa como de medio litro de un líquido seroso, quizá albanés o yugoslavo, que se derramaba desde la aurícula izquierda sobre los pulmones del cadáver. Había en esta zona abundantes hilos de sangre negra, coagulada por el miedo.
Así y todo, las palabras se mantenían intactas, aunque no se entendía su significado: de ahí que fuera más útil hacerle la autopsia que leerlo. La caja craneal, como la realidad, sonaba a hueco.
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