Gente mal educada
Hablar y reflexionar sobre la educación, como han hecho hace unos días en Barcelona más de 2.000 especialistas, no puede ser más oportuno a la vista de lo que sucede en el mundo. Si estamos de acuerdo con que La educación es la clave, como rezaba uno de los lemas de la reunión barcelonesa, no podemos dejar de preguntarnos sobre qué clase de educación despliegan, a la vista de todos, los dirigentes del mundo, desde Clinton a Yeltsin, desde Solana a Milosevich, desde Blair a Aznar, desde Pujol a Maragall. ¿Están bien educados nuestros dirigentes o, por el contrario, su equipaje formativo deja mucho que desear? Esta capciosa pregunta se responde, día tras día, en los hechos que nos cuentan los medios de comunicación. Las diversas guerras, batallas, guerrillas, escaramuzas y zancadillas lamentables que describen tantas informaciones ponen de relieve que la buena educación de los líderes del mundo no es, precisamente, un problema menor. Por buena educación, claro está, no hay que entender las exquisitas maneras de la hipocresía o de las artes diversas de la persuasión, sino esos valores del respeto, la comunicación y la construcción de una vida mejor y más llevadera para un mayor número de personas. La buena educación es una disposición del alma que permite reconocer y valorar lo positivo frente al fomento del horror, el espanto y el cinismo como métodos pedagógicos. La buena educación permite eso tan difícil de aprender a aprender, tarea que ya no es algo propio de la escuela, sino de toda la vida. Es decir, que la educación, buena, mala o regular, es algo permanente: nadie escapa de este aprendizaje cotidiano. Nadie escapa, pues, a la influencia educativa de esos modelos de referencia que son los dirigentes sociales. Por ello, un líder corrupto en buena medida está legitimando la corrupción generalizada, igual que un líder violento ayuda a promover la violencia como respuesta social. Todo esto resulta obvio, pero la generalización de la mala educación como modelo social obliga a este elemental recordatorio. ¿Hay alguna, por ejemplo, relación entre el drama de Kosovo y las guerras entre tribus urbanas, grupos sociales e individuos que conocemos o son fenómenos que responden a motivos y circunstancias muy diferentes e incomparables? Como factor educativo, la terrible guerra a la que asistimos no hace otra cosa que consagrar que el principio del ojo por ojo es un recurso finalmente legítimo y hasta de cariz filantrópico. Si el señor Milosevich es, definitivamente, un tipo con una pésima educación, entendiendo por tal aquélla cuyo objetivo básico es no sólo molestar sino exterminar al prójimo, ¿qué podemos decir de nuestros amigos de la OTAN? ¿Consiste la buena educación, lo humanitario, en elegir blancos selectos y estratégicos merecedores de implacables castigos? Los reunidos en Barcelona para estudiar las nuevas claves educativas tienen en todo esto motivos para reflexionar. La educación ya no es una exclusiva de la escuela o de la familia, sino una responsabilidad de todos y cada uno, pero, especialmente, de aquellos que acaparan los focos en el escenario mediático. Una buena educación familiar se hace añicos cuando la economía criminal, como la llama Manuel Castells, campa por sus respetos. Una escuela modélica no sirve de nada si las referencias sociales obligadas responden a la pedagogía del ojo por ojo. El secuestro de la educación está en marcha desde hace mucho. Las nuevas tecnologías de la información han agigantado sus efectos. La educación es la clave. Desde luego. Lo que importa, por tanto, es que estos nuevos educadores estén, ellos mismos, bien educados. ¿Lo están?
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