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Feria y democracia

A. R. ALMODÓVAR Todavía la Feria del 79 fue como las de antes: un barullo infernal y agudamente clasista. A los neófitos, a los asombrados munícipes de la democracia, no nos dio tiempo más que de impartir algunas normas de sentido común que pudieran mitigar, en lo posible, lo que eran aquel marasmo, aquellas radicales diferencias entre poseedores y desposeídos. Mucha gente lo recordará todavía. Caballistas a su antojo, vendedores ambulantes de las más variopintas especies, tómbolas atronadoras en cualquier esquina; una mescolanza de cosas que infundía pavor. Pero sobre todo una masa humana desvalida sin tener verdaderamente adónde ir, sino que deambulaba de un lado para otro, mirando desde fuera cómo los más afortunados se divertían en el interior de sus casetas. Siempre se había dicho que la feria de Sevilla era una mitad de la población viendo divertirse a la otra mitad. Y eso desde luego tenía mal arreglo, porque parecía consustancial con un modelo más amplio, el de una ciudad dominada por señoritos terratenientes que exhibían su poder sin recato. A título simbólico, rupturista, a la nueva corporación no se nos ocurrió otra cosa aquel año que abrir de par en par la caseta municipal. Y era de ver aquel río de personas entrando con los ojos atónitos, y saliendo ordenadamente, de aquel recinto sagrado de la Sevilla hermética. Luchar contra ese modelo fue muy duro. Mucha gente esperaba a ver qué hacíamos al año siguiente y si pasaríamos o no aquella verdadera prueba de fuego. Incluso los había apostados, francotiradores que en modo alguno estaban dispuestos a permitir que triunfáramos. Ya nos habían desafiado en la Semana Santa, con una procesión del Gran Poder, por ejemplo, que pretendió negarse a pasar por delante de la tribuna municipal, alegando que la presidía un concejal que llevaba puesta una corbata roja. Pero pasó, desde luego. Pues ahora fueron los caballistas y propietarios de enganches, que con escaso disimulo decretaron huelga de equinos, para no contribuir a la feria de los rojos. El pretexto fue otro, naturalmente; misteriosas enfermedades o amenazas. También tuvimos plante de feriantes. Una suerte de mafia de los cacharritos, acostumbrada a repartirse bajo cuerda las parcelas de la popular calle del Infierno, se negó a participar en una subasta abierta y real. Y aquel año, el 1980, tampoco habría atracciones de feria. Pero es curioso, a la gente no le importó, ni que apenas hubiera paseo de caballos. La gente comprendió que era necesario hacer valer los principios de la autoridad democrática, de la transparencia, de una reforma en profundidad. Aquel mismo año implantamos las diez grandes casetas de distritos, para que todo el mundo tuviera donde guarecerse de las inclemencias sociales; se dictó una nueva ordenanza de feria, que distribuía los usos en espacios y tiempos reglados. Se aumentó considerablemente el número de casetas, abriendo nuevas calles en el recinto y dando prioridad a los peticionarios colectivos. La caseta del Ayuntamiento quedó restringida a usos protocolarios. En suma, se configuró un nuevo modelo, más popular y participativo, más democrático y, desde luego, más ordenado. Presenta ya algunos síntomas de deterioro, pero es el que ha llegado hasta hoy, felizmente.

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