Crítica de la identidad nuclear
IMANOL ZUBERO Oscurecidas por la sangre vertida en el genocidio de Kosovo, las noticias de la guerra sin sangre que están librando India y Pakistán han pasado prácticamente desapercibidas. Desde su tormentosa independencia en 1948, India y Pakistán se han enfrentado militarmente en tres ocasiones y han amenazado con hacerlo en no sé cuántas más. Durante 1998 su rivalidad se ha trasladado a la carrera nuclear. En mayo del año pasado India realizó cinco pruebas atómicas, a las que Pakistán contestó realizando seis. Fue su puesta de largo como nuevas potencias nucleares. Participantes de hecho del muy reservado club nuclear, ambos países se han negado sin embargo hasta el momento a suscribir cualquier tratado que limite sus posibilidades de realizar ensayos con armas atómicas: como adolescentes en plena efervescencia hormonal, ni India ni Pakistán aceptan restricciones a experimentar su nueva y sorprendente capacidad. Ya lo cantaba Serrat: "Resulta bochornoso verlos fanfarronear a ver quién es el que la tiene más grande". Por supuesto, las demás potencias nucleares condenaron con mucho sentimiento el irresponsable comportamiento de ambos advenedizos, nuevos ricos militares que no son capaces de guardar las formas y andan por ahí alardeando de su recién adquirido estatus. Pero la cosa no ha quedado ahí. El pasado domingo 11 de abril India probó con éxito el misil balístico de largo alcance Agni II, capaz de transportar cabezas nucleares y bombardear objetivos situados a más de 2.000 kilómetros de distancia. Orgulloso como un padre la primera vez que su hijo interviene en un festival escolar, el ministro indio de Información declaró que todo resultó de maravilla: "Fue un lanzamiento perfecto, de manual". En respuesta, Pakistán lanzó tres días después el misil de largo alcance Ghauri II, igualmente capaz de bombardear con cabezas nucleares objetivos situados a más de 2.000 kilómetros. Suponemos que también fue un lanzamiento perfecto. Al día siguiente, un nuevo ensayo pakistaní sirvió para presentar en sociedad otro misil (esta vez de alcance medio, ya que sólo alcanza los 750 kilómetros) denominado Shaheen. Una peculiar manera de entender la reciprocidad, similar a la que manifestaba esa misma semana en Canal Plus el guiñol de Clemente: "Yo no creo en lo del ojo por ojo. Si alguien me da en el ojo le arranco los riñones de cuajo, le parto las piernas y le pongo una bomba en el culo". Arundhati Roy es una escritora hindú autora de uno de los libros más exitosos de los último años: El dios de las pequeñas cosas. En julio de 1998 publicó un extenso artículo en la prensa india en el que denunciaba las pruebas nucleares realizadas por el Gobierno de su país. Lo tituló El final de la imaginación, y ha sido publicado en castellano por la editorial Anagrama. A las críticas clásicas contra las armas nucleares elaboradas por el movimiento antimilitarista durante los años ochenta, añade Roy un acertado análisis del papel que estas armas juegan hacia el interior de los propios países. "Lo han repetido hasta la saciedad, una y otra vez. La bomba es la India. La India es la bomba. Pero no sólo la India, sino la India hindú. Por consiguiente, ya estamos sobre aviso: cualquier crítica no será simplemente antinacional, sino antihindú. Éste es uno de los gajes inesperados de tener una bomba nuclear. El Gobierno no sólo la puede usar para amenazar al enemigo, sino también para declararle la guerra a su propio pueblo. A nosotros". Y concluye con una desgarrada expresión de humanidad: "Si protestar contra el hecho de tener implantada una bomba nuclear en mi cerebro es antihindú y antinacional, entonces me separo de la India. Me declaro por el presente república independiente y móvil. Soy ciudadana del mundo. No tengo territorio alguno. No tengo bandera". He escrito al margen: las identidades nucleares siempre acaban por volverse contra el propio pueblo. Su núcleo suele tener una aterradora potencia con la que conviene no hacer experimentos. Ni siquiera cuando los hagan nuestros vecinos.
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