Mediterraneidad climática
Se considera generalmente atributo distintivo de los climas mediterráneos la sequía estival; más aún, se tipifican como tales todos aquellos con dicho fenómeno, de manera que se reconoce la existencia de climas mediterráneos en California, centro de Chile, provincia de El Cabo, suroeste de Australia y, por supuesto, Portugal. Y las clasificaciones llamadas geográficas, que dan a los climas el nombre de la nación o región donde tendrían su manifestación arquetípica, diferencian las variedades griega, portuguesa y californiana. Vaya por delante que, en modo alguno, se trata de cuestionar aquí ese sistema de identificación y nomenclatura, que ofrece ventajas e inconvenientes sobradamente conocidos; a los efectos que nos ocupan, dejemos tan sólo constancia de que la citada subdivisión encuentra variedades mediterráneas prototípicas en el país vecino y también en el antiguo virreinato de Nueva España. Reiteremos que la aceptación del verano seco como rasgo característico de los climas mediterráneos constituye práctica habitual y, sorprendentemente, indiscutida; a pesar de que, al igual que las asimilaciones mencionadas, suponga un claro desacierto. Hecha tamaña afirmación, nos corresponde, sin duda, la carga de la prueba. No es difícil aportarla, ante la esbozada sarta de dislates semánticos y, desde luego, climáticos. Los primeros resultan obvios, ya que la denominación de Mediterráneo alude, como es sabido, a un mar rodeado de tierra, el mayor de los piélagos interiores, que cubre 2.966.000 kilómetros cuadrados y 3.401.000 si se incluye el apéndice del Mar Negro. Mal cuadra, entonces, la adjetivación de mediterráneos a los climas que, lejos de hallarse en su vecindad, radican en territorios, como California o Chile central, bañados por el Océano Pacífico, de igual forma que lo son por el Índico el suroeste de Australia y Atlántico al Cabo de Buena Esperanza o la franja portuguesa. Cabe preguntarse, a renglón seguido, por el nexo que, a primera vista, los relaciona; y la respuesta es indudable e inmediata: la sequía estival. Pero, de lo ya expuesto, puede inferirse, con todo fundamento, que ese hecho climático no debe su origen al mar Mediterráneo; obedece a un mecanismo que trasciende a éste y se hace presente en áreas muy distantes y de entornos dispares. Con todo, a poca atención que se preste, resulta bien perceptible que la coincidencia no se agota en la gran pobreza veraniega de precipitaciones, sino que alcanza asimismo a la situación latitudinal: las latitudes de los espacios sometidos al referido caso son, si no idénticas, por sus respectivos condicionamientos geográficos, elocuentemente próximas (entre 30 grados y 40 grados, desbordando unos 500 kilómetros este último paralelo en el ámbito europeo); y ello proporciona, más que indicio, señal para detectar la causa de la expresada sequía estival, que no es sino la común vecindad de la subsidencia subtropical, que, merced al mecanismo cósmico de las estaciones, gana latitud e impone durante el verano, con altas presiones en las troposferas media y superior, acompañadas de inversión térmica, la ausencia de lluvia. Así, pues, el concepto de climas de verano seco posee mayor extensión y menor comprensión que el de climas mediterráneos, que, por la razón ya aducida, forman parte de los primeros, pero éstos, en cambio, no son necesariamente mediterráneos. En suma, afirmar que la sequía estival no constituye una peculiaridad mediterránea es una proposición axiomática: se trata de una característica no privativa de la citada cuenca, sino, por el contrario, compartida con todas las áreas climáticas afectadas directamente en estío por la subsidencia subtropical. Y ésta, consistente en el descenso del aire acumulado por convergencia en los niveles superiores, es un mecanismo aerológico de extraordinaria entidad en la circulación atmosférica general, que no se contrae, en absoluto, al dominio mediterráneo en sentido estricto; de ahí la conveniencia de evitar denominaciones impropias. Sólo desde una perspectiva adecuada, que no olvide o infravalore la diversidad de contextos geográficos, puede hablarse, con legitimidad y sin incurrir en simplificaciones abusivas, de mediterraneidad climática, ya que tampoco en esta faceta el mar Mediterráneo, inmenso reservorio de agua y calorías, carece de protagonismo, y su influencia, particularmente intensa en sus costados, dista de ser desdeñable. Pero ésta, que nos toca tan de cerca y, entre otros extremos, implica la transformación de masas de aire, génesis de depresiones diversas, revitalización de otras, inviernos relativamente benignos, esporádicos diluvios y una rosa de vientos propia, merece, sin duda, consideración aparte.
Antonio Gil Olcina es profesor del Instituto Universitario de Geografía de Alicante.
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