Saldos bélicos
J. M. CABALLERO BONALD Me hago las mismas preguntas que se hacía el otro día aquí mismo, en su columna de los sábados, Luis García Montero. Comparto su repulsa, su exasperación a propósito de tantas atrocidades y confusiones asociadas a la guerra de Yugoslavia. Es cierto: la mayoría de las versiones de los hechos nos llegan ya filtradas por el tamiz informático del Pentágono, y casi todos los dirigentes políticos europeos han opinado sobre estas cuestiones con una fogosidad castrense, una obediencia atlántica y unas naderías ideológicas ciertamente llamativas. Porque ¿en qué impoluta condición humana se basa realmente todo ese descalabro bélico que no parece conducir más que a otro descalabro mayor? La verdad es que apenas si alcanzo a entender qué va a ocurrir tras cada nuevo desastre acumulado en el incierto campo de batalla. Resulta evidente que quienquiera que se permita estar en desacuerdo con esta guerra o desconfiar de su efectividad última, suele recibir si no una descalificación iracunda, al menos una muy severa amonestación. Abominar a la vez del horror que se está abatiendo sobre Yugoslavia y del horror que genera la propia Yugoslavia, equivale para muchos a una inicua connivencia con el enemigo o a no sé qué atrofia de la razón frente a tantos manifiestos crímenes contra la humanidad. Supongo que ni siquiera necesito insistir en que estoy plenamente convencido de que Milosevic es un abominable sujeto, un tirano furibundo merecedor de toda clase de sentencias condenatorias. Lo que ocurre es que también pensaba lo mismo cuando la codicia de Estados Unidos arruinó a Irak con misiles y bloqueos, y ahí sigue campando por sus respetos el sápatra Saddam Hussein. Quiero decir que cada operación bélica de este calibre ha llevado implícito el germen de su inutilidad palmaria, amén de sus aterradoras secuelas. ¿Va a ocurrir algo por el estilo en los Balcanes? Las acciones bélicas de la OTAN han fortalecido de modo nada imprevisto al régimen ultranacionalista serbio y, particularmente, a Milosevic. Según todas las apariencias, ninguno de los aliados dudó de que la guerra era la única alternativa posible, una vez truncadas en ciernes las frágiles estrategias del diálogo. Desde los broncamente llamados "daños colaterales" a la deplorable imaginería publicitaria, desde esa aberración semántica de los ejércitos humanitarios al espantoso cuento de bombardear y luego preguntar, la OTAN parece estar recibiendo ante unos auditorios expectantes una lección mal aprendida o aprendida según una regla nemotécnica decididamente tramposa. No quisiera caer sin más en los etéreos arquetipos del pacifista a ultranza. Tampoco desearía pecar de cándido o de arbitrario, pero no puedo evitar entrever a lo largo de toda esa pesadilla balcánica el fantasma del negocio armamentista, tal vez algo resentido desde las penúltimas fluctuaciones de las líneas isobélicas. Porque cabe hacerse otra pregunta atroz: esos cientos de miles de millones de pesetas en gastos militares, ¿van a evitar verdaderamente las pavorosas deportaciones de cientos de miles de albanokosovares, los incalculables saldos de muertos en combate y de víctimas inocentes? Nadie me responde.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.