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¿Y por qué no un Kosovo independiente?

Sorprende que, las cosas como están, el grueso de la opinión pública siga dando la espalda a cualquier horizonte de autodeterminación para Kosovo. Semejante ceguera mucho le debe, cómo no, a unas acciones militares, las de la OTAN, que sólo los más ingenuos se avienen a relacionar con el designio de restaurar los derechos conculcados a los albanokosovares. Pero remite también a la certeza de que, de ejercerse el derecho invocado, la mayoría de la población de Kosovo optaría por la secesión con respecto a Serbia y se inclinaría, según muchos pronósticos, por la gestación de un Estado independiente. Aun cuando los hechos más recientes, y entre ellos la formidable solidaridad de Albania con los refugiados, podrían alterar semejante derrotero en provecho de la integración en un Estado común, tiene su sentido discutir la idea, tan extendida entre nosotros, de que la independencia de Kosovo nada bueno puede traer. Dejemos zanjada, por lo pronto, una cuestión baladí: no hay ninguna razón de peso para sostener que un Kosovo independiente -un país, por cierto, con respetable riqueza minera, importantes instalaciones hidroeléctricas e interesante ubicación geográfica- resultaría inviable desde el punto de vista económico. Como es sabido, los debates al respecto son viejos. Si nos guiamos por un estricto criterio de viabilidad desaparecerían del planeta la mayoría de los Estados, y entre ellos, sin ir más lejos, las vecinas Macedonia y Albania. No está claro, por lo demás, en virtud de qué razonamiento, y tal y como está el patio, Kosovo habría de ser más viable dentro de Yugoslavia. El problema, me temo, tiene poco que ver con la independencia.

Con particular intensidad se ha insistido en las últimas semanas, en segundo lugar, en el riesgo de que la independencia de Kosovo acarree el hundimiento del ya de por sí precario proyecto de una Bosnia multiétnica. Lo primero que hay que oponer al respecto es que los presumibles agentes instigadores de ese hundimiento, los Poplasen y los Karadzic, no parecen precisar de argumentos legitimadores: se las bastan por sí solos. Su impresentable condición invita a concluir, antes bien, que una opción final que aboque en el rechazo de un Kosovo independiente en modo alguno garantiza que Bosnia preserve su condición, aparente, de Estado multiétnico. Y si el objeto del argumento es no ya Bosnia, sino Macedonia, bueno será que recordemos que la preservación de un Kosovo sometido a la férula, llena de desafueros, de Belgrado ha sido hasta hoy una fuente de problemas para el vecino meridional, al que, por otra parte, y en aras de una dudosa estabilidad, se le han tolerado en demasía políticas no precisamente concesivas con su minoría albanesa.

Pero, y para deshacer un malentendido, conviene aclarar ahora por qué no somos pocos los que hemos defendido un Estado multiétnico en Bosnia y reclamamos ahora, sin embargo, la autodeterminación en Kosovo. Hicimos lo primero por entender que en modo alguno podían reconocerse los efectos de un golpe de Estado y de una agresión militar exterior que traían a la memoria a los regímenes fascistas de otrora. Reclamamos lo segundo porque durante dos lustros se han conculcado sistemáticamente los derechos de la abrumadora mayoría de la población de un territorio. En otras palabras, defendimos Bosnia frente a la violencia y reivindicamos la autodeterminación para Kosovo -el Gobierno serbio ha ido cerrando todas las demás puertas, y ello sin necesidad de invocar la catástrofe de estos días- como respuesta a la misma violencia.

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Es urgente subrayar, en tercer lugar, que la postulación de la autodeterminación para Kosovo en modo alguno es la negación de la multietnicidad. Quienes, desde Belgrado, se han opuesto a la autodeterminación han sido precisamente quienes han arrinconado cualquier atisbo de multietnicidad. La principal fuerza política albanokosovar, la Liga Democrática que preside Rugova, parece decidida a evitar, en cambio, que se repita, con la minoría serbia presente en el territorio, lo acaecido con la mayoría albanesa. El proyecto de la Liga es un Kosovo independiente que sirva de puente entre dos Estados atávicamente enfrentados: Serbia y Albania.

Con estos mimbres, Kosovo podría convertirse en un protectorado, en virtud de una administración conjunta ejercida por Naciones Unidas (en su caso, la OSCE), las autoridades yugoslavas -o las serbias- y los representantes del pueblo kosovar, con Albania en un papel consultivo. En la visión de Gazmend Pula, presidente del Comité Helsinki de Pristina, el protectorado podría dejar el camino expedito, con el paso del tiempo, a un Estado abierto y desmilitarizado en el que cabrían, por añadidura, fórmulas de cantonalización de las áreas en las cuales hubiese significadas minorías, acuerdos extraterritoriales para resolver los problemas relativos a determinados recintos de valor histórico para serbios y montenegrinos -podrían quedar bajo jurisdicción foránea- y fronteras muy abiertas. El olvido, nada casual, de este tipo de proyectos se ha producido al amparo de la intoxicación generada por el Gobierno serbio, que prefiere confundir a toda la resistencia albanokosovar con el Ejército de Liberación, que no gusta de distinguir, dentro de éste, opiniones a menudo dispares y que ha conseguido que muchos tiren por la borda el ascendiente, todavía vivo, de un movimiento de desobediencia civil que ha prolongado su ejemplar singladura durante ocho largos años.

La cuarta aseveración toma la forma de pregunta: si Kosovo no debe convertirse en un Estado independiente, ¿de quién debe depender? Quienes aceptan la premisa responden de manera casi unánime que de Serbia, y lo hacen aun cuando las más de las veces reconozcan sin titubear que el panorama político en Belgrado es cualquier cosa menos edificante. Parece que tiene poco sentido imaginar, sin embargo, que el escenario serbio va a cambiar de manera tan profunda que emerjan de la noche a la mañana las condiciones para el ejercicio mesurado, en Kosovo, de una amplia autonomía. Más razonable se antoja concluir que, si el capítulo político negociado en Rambouillet se abre camino, la férula ejercida por el Gobierno serbio -al que no se conocen querencias descentralizadoras- se mantendrá, y ello con Milosevic como con Draskovic, con Seselj como con Djindjic.

Agreguemos un último argumento. La caja de sorpresas que a la postre es el presidente Milosevic bien puede proporcionar una más: la de un pronto reconocimiento de la denostada independencia de Kosovo. Quienes sientan el impulso de replicar que las declaraciones de Milosevic al respecto niegan, y con contundencia, semejante horizonte harían bien en repasar sus palabras de unos años atrás sobre la Krajina, vergonzosamente entregada en 1995, a cambio de presumibles concesiones en Bosnia, al Ejército croata. Dos hechos convierten a Milosevic en presunto partidario de la independencia kosovar. Por un lado, el presidente yugoslavo no es, en modo alguno, un nacionalista impregnado de esencialismo historicista; a diferencia de muchos de sus correligionarios, la cuna de la patria serbia le trae sin cuidado. Por el otro, Milosevic sabe que el crecimiento demográfico de la población albanokosovar parece conducir a un escenario pavoroso para quienes han pujado por una Serbia étnicamente homogénea: el de un país en el que los apestados albaneses, esos vendedores de helados, serán mayoría.

En estas condiciones no es difícil concluir que a los ojos de Milosevic se impone el designio de mantener en pie un chiringuito que da pingües beneficios, el forjado en torno a un capitalismo mafioso que hace palidecer a su homólogo ruso, aun a costa de desprenderse de parte de la parafernalia de los últimos años. Para ello precisa dos cosas: una excusa que ofrecer a la opinión pública -los bombardeos de la OTAN la están proporcionando- y una política de hechos consumados que dé en limpiar étnicamente ciertas zonas de Kosovo -monasterios y explotaciones mineras, para entendernos- con la vista puesta en facilitar una posterior partición. Si algunos de los análisis al uso sugieren que esto es lo que ha hecho el Ejército yugoslavo desde finales de marzo, otros se permiten recordar que en 1995, y retórica aparte, la comunidad internacional se plegó en Bosnia a una impresentable partición.

Ya sé que los argumentos examinados, aunque rebajen la convicción de que la independencia es un horizonte desdeñable, en modo alguno convierten a aquélla en una solución mágica. Invitan, sin embargo, a prestar atención, siquiera de vez en cuando, a lo que las gentes desean, y a no fiarlo todo en un sinfín de contingencias geoestratégicas y geoeconómicas. Tanto más cuanto que los muchos problemas que el futuro traerá no pueden ocultar las ingentes miserias del presente, en su abrumadora mayoría legado directo de las tropelías de Milosevic. Así las cosas, permítaseme recordar que si damos por cierta, y poderosos motivos hay para hacerlo, la sensata aseveración de que hay que recelar de los arreglos avalados por las potencias que han intervenido en todas las crisis balcánicas, bueno será que empecemos a aplicarle el cuento al designio, que el grupo de contacto ha refrendado en Rambouillet, de cerrarle a Kosovo el camino de la independencia.

Carlos Taibo es profesor de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid. Trabaja en la actualidad en un libro sobre Kosovo.

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