Intransigencia horaria

Tuve una novia que detestaba la puntualidad porque le parecía un vicio pequeño-burgués. Por aquella época yo llegaba siempre media hora antes a las citas, no por afán reaccionario, sino por problemas mentales. Creía que si me retrasaba sucederían toda clase de catástrofes. Además, la ventaja de llegar dos o tres horas antes al aeropuerto es que si se te ha olvidado el pasaporte puedes volver a casa a por él sin perder el vuelo. Mi novia no comprendía estas explicaciones y reprochaba con amargura mi aburguesamiento progresivo en unos años en los que la clase media estaba muy mal vista entre la clase media. Le expliqué entonces que siempre llegaba antes de tiempo a las citas para echar un vistazo desde lejos a la esquina en la que había quedado y comprobar que no había movimientos raros en la zona. Había leído muchas novelas de John Le Carré y los espías siempre tomaban esa elemental medida de precaución.
-No querrás que un día averigüen dónde hemos quedado y me detengan.
-Pero tú no eres espía -contestaba ella.
-Nunca se sabe -respondía yo enigmáticamente.
La ventaja de los espías es que pueden desarrollar toda clase de patologías obsesivas sin llamar la atención. Un agente como Dios manda está obligado, por ejemplo, a dejar cogido un palillo de dientes en la puerta al salir de casa para detectar si alguien entra durante la ausencia. A falta de palillo se puede colocar también un poco de cinta adhesiva en un rincón del quicio. Y aun con todas estas precauciones, hay que llevar cuidado con lo que luego se habla en el cuarto de estar porque pueden haber colocado micrófonos del tamaño de la cabeza de un alfiler en cualquier parte. Antes de iniciar una conversación comprometida, pues, conviene asomarse a la ventana y asegurarse de que no hay en la calle ninguna furgoneta con antenas parabólicas en el techo. Todas las precauciones son pocas.
Una vez acudí al psiquiatra para curarme de estas irregularidades, que me quitaban mucho tiempo y demasiadas energías. Cuando le conté todo, afirmó que, efectivamente, necesitaba tratamiento. Pero lo dijo de un modo que no me gustó, así que al hacerme la ficha y preguntarme la profesión dije que era espía.
-Entonces usted hace lo que debe. Necesitaría tratamiento si no tomara ninguna precaución.
-Eso es lo que yo le digo a mi novia.
-¿Pero sabe ella que usted es espía?
-Por supuesto que no. ¿Se cree que soy un agente loco que va contando a todo el mundo que estoy al servicio de la Unión Soviética?
Por entonces todavía existía la Unión Soviética y Madrid estaba lleno de partidos comunistas y partidos de los trabajadores y banderas rojas y chinos y prochinos y procubanos, además de los tradicionales fascistas y de las Jons. La vida era muy difícil, y no estaba al alcance de cualquiera prescindir de estos ritos obsesivos aun a costa de parecer un contrarrevolucionario, o un pequeño-burgués.
El caso es que mi manía por llegar pronto y la pasión de mi novia por llegar tarde enturbiaban mucho nuestras relaciones. Entonces yo, en un rapto de generosidad, sólo por complacerla, juré que llegaría tarde a todas las citas, por lo menos a todas las citas que tuviera con ella. De este modo, las aguas volvieron a su cauce, al cauce de mi novia quiero decir, dejando el mío completamente seco.
Durante las semanas siguientes cumplí mi promesa en dos o tres ocasiones, pero sufría tanto con la superstición de que el mundo se iba a acabar debido a mi tardanza, que enseguida comencé a presentarme a la hora de siempre, ocultándome en los alrededores, para aparecer con cara de recién llegado después de que ella llevara unos minutos esperando. Un día estaba escondido en un portal, controlando la zona del encuentro, y la vi llegar diez minutos antes de la hora. Entonces salí de mi escondite y cuando la llamé pequeño-burguesa me aseguró que había llegado pronto para cerciorarse de que yo llegaba tarde. Ese mismo día rompimos, por razones ideológicas según ella, aunque yo siempre pensé que era por diferencias psiquiátricas.
El otro día la vi por la calle, con un niño pequeño de la mano, y tuve la tentación de acercarme para pedirle perdón por aquella intransigencia horaria de mi juventud, pero comprendí enseguida que era demasiado tarde, al menos para mí. Para ella, seguramente, sería demasiado pronto.
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