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Las preciosas ridículas

JAVIER MINA No hace falta ser un Sanchez Dragó, y ni siquiera haberla leído o visto representar, para saber que el incisivo y juguetón Molière escribió bajo este título una comedia destinada a ridiculizar el preciosismo, es decir los hábitos al uso entre un grupo fundamentalmente femenino que frecuentaba el Hôtel de Rambouillet -que no era una pensión de mala fama sino un palacio como de Cayetano de Alba-, en cuyos salones se daban al sentimentalismo y a la jerga del remilgo, el eufemismo o todo cuanto consistiese en llamar a las cosas por otros nombres más grecolatinos y rebuscados. Lo mismo se referían al silbato denominándolo la casita de Eolo (¿cómo se lo tomaría el dios del viento? ¿Y los árbitros?) que se empeñaban en que los posibles aspirantes a su amor fueran recorriendo las etapas del mapa del País de la Ternura popularizado por mademoiselle de Scudèry en cierta novela muy rosa. Porque esa es otra. En el almibarado y complejo País, además del río de la Inclinación y las comarcas de la Perfidia o las Nuevas Amistades, estaban en lago de la Indiferencia, el mar Peligroso y las Tierras Desconocidas, lo que me hace pensar que si Molière viviera en nuestros días o, por decir lo mismo, aquí, se encontraría inmerso sin más en tan jugoso y emotivo territorio con lo que los guiños que pudiera hacer en la obra no necesitarían de mayores explicaciones. Porque, a ver: ¿en qué podría pensar el público si al sarcástico autor le diera por evocar la ciudad de los Amorosos Pactos, digo, de las Cartitas de Amor? A partir de ahí su trabajo se limitaría a rastrear aquellas expresiones que se utilizan en determinados círculos para no llamar a las cosas por su nombre y meterlas en una trama de amor, celos, recelos y medios de comunicación. No me extrañaría que a la preciosa Cathos pudiera atribuirle lo dicho en cierta portavocería gubernamental justo después de que se produjera, no se sabe muy bien con qué miras, el paro que técnicamente no era un paro (aquí les falló el léxico; ¿y si hubieran probado a llamarlo lapsus, que en latín quiere decir lapsus?): "El proceso de paz no puede permitirse el lujo de tiempos muertos". Pasando por alto que no hubiera debido utilizar un término tan de mal gusto como muertos en casa del ahorcado, ¿acaso plantarse de brazos caídos no equivale a perder bastante tiempo? Estoy seguro de que, por seguir la conversación, la otra preciosa Magdelon se habría recreado en la palabra "gene-ralizado", con la que se ha querido decir que la huelga no ha tenido ningún éxito pero que, eso sí, hasta el último pueblo del País de la Ternura ha contado por lo menos con un huelguista. ¡Lo que hubiera disfrutado el ácido francés observando con qué cuidado enfocaban las cámaras de ETB para que los pocos parecieran muchos! En el segundo acto, o sea en pleno clímax de "diseño movilizador" y "escenarios de paz", Cathos y Magdelon, se plantarían boquiabiertas delante de la Culta Latiniparla para oírle expresar: "Estos hechos en absoluto son compartidos por la apuesta política con la que trabajamos". Y aplaudirían, porque querrían ver ahí una condena tácita de la violencia cuando más bien -e independientemente de que la oscura frase viniera en un contexto muy confuso de manos negras, por lo que no se sabe a ciencia cierta qué se dice compartir y qué no-, lo estrictamente manifestado por la Culta Latiniparla es que ella y sus amigas prefieren mirar a otra parte. Ocurre como cuando instaron a determinado individuo con fama de sabio oriental a que condenara la esclavitud y respondió que estaba fuera de su reflexión y de sus parámetros de trabajo. Desde luego, Molière no sabe cuánto se ha perdido viviendo antes y lejos, aunque tampoco sabemos nosotros lo pobre que se nos queda el mundo sin la compañía de las entrañables Preciosas, del sibilino Tartufo, que hubiera podido lanzarnos tremebundos discursos desde púlpitos dominicales o sabinianos, de tanto médico dispuesto a salvarnos la vida, que es la nación, a palos e incluso de un buen Avaro que nos enseñara a guardar las esencias del Pueblo como el mayor de los tesoros. Pero la vida no es una comedia, sino una tómbola.

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