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La tía Margarita

A. R. ALMODÓVAR Con todo este asunto del genocida incautado me viene sucediendo una cosa extraña. Es como una fantasía de imágenes dislocadas, veloces pesadillas de duermevela con mezcla de recuerdos infantiles, qué sé yo. Todo viene de un antiguo modelo de conducta, común en los pueblos andaluces hasta no hace mucho; más o menos hasta que todo el mundo empezó a tener coche. Me refiero a la costumbre de acumular motivos para viajar a la capital. Algo tan simple, a primera vista, pero que solía desencadenar un torbellino de fenómenos imprevisibles y convertía el placentero viaje en una aventura peligrosa por los médanos del inconsciente familiar y de las relaciones con el mundo exterior. Tal vez por eso la gente viajaba poco, y era muy corriente que las personas no conocieran el pueblo de al lado, además del mar. Pero a la capital sí que se acababa viajando. Causa impulsora solía ser la salud. Aquel niño más enclenque de lo normal en épocas rigurosas, a que le echara los rayos un buen médico de pago; la señora que acudía al ginecólogo, con un secretismo que sólo servía para levantar sospechas. Auténticos desencadenantes de la motricidad familiar, allá que iban todos, niños, abuelos, la tía solterona. Y ya se aprovechaba para cumplir con otros menesteres: una promesa religiosa, un pésame atrasado, la gestoría, unas compras para el invierno. Y, desde luego, visitar a la tía rica. Para eso se llevaba el salvoconducto de aquella caja de pasteles que tanto le gustaban, además de la foto del niño con su uniforme de Almirante de Primera Comunión. En el fondo, eran incitaciones arriesgadas, pues aquellos encuentros tenían que sortear los pantanos de viejas discordias hereditarias y de secretas alianzas contra otros sectores de la familia, que los niños no entendíamos pero que atendíamos aburridamente en espera de alguna compensación pecuniaria. Pues todo eso, no sé por qué, se me ha estado agitando en la cabeza desde que vi al nefasto ancianito, a Pinochet, en amigables visiteos con la señora Thatcher. Tal vez aquel modelo de conducta, tan arraigado, lo exportamos los andaluces a América, y miren por dónde este chileno prescindible respondió a sus atavismos más insospechados. Un buen día, como que le molestaba la espalda y en su país no había médicos lo bastante buenos, decidió que lo vieran en una clínica de Londres. De paso, encargaría unas cuantas chucherías en los grandes almacenes de la cosa bélica. Y, desde luego, concertó una visita con su Madrina de Guerra, la tía Margarita, a la que llevó esa caja de bombones que tanto le gustan. En el colmo de este paralelismo insensato, hasta le dejó una foto de cuando, no que él hiciera la Primera Comunión, pero sí que repartía buenas hostias en su pueblo; tan elegante, con ese uniforme de opereta que se gastan los ejércitos que sólo sirven para liquidar a compatriotas indefensos. Lo malo es que el cabeza de familia no recordaba que le debía unos buenos duros a cierto abogado persistente, y se dio de bruces con él en medio de Oxford Street, que diga, de la calle Sierpes. Qué sé yo.

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