La guerra de papel JOAN B. CULLA I CLARÀ
Cabía esperar que la historia europea del siglo XX, y en especial la de los trágicos años treinta y cuarenta, resultase lo bastante aleccionadora. Pero no. Tan pronto la OTAN comenzó a atacar territorio yugoslavo, y aprovechando la espontánea repugnancia que la guerra suscita entre la mayoría de las gentes, han vuelto por sus fueros el pacifismo angelista; el izquierdismo pavloviano que, apenas ve la bandera de Estados Unidos, desenfunda su pistola dialéctica; el progresismo bienpensante al que la arboleda de los matices, las implicaciones y las responsabilidades de segundo orden no le deja ver el sangriento bosque de una política genocida y nazi, aunque la tenga ante sus narices. Y, avispados pescadores en ese río revuelto, ha descollado también una tropilla de deportistas de élite, serbios y montenegrinos, que vociferan cuando las bombas caen sobre Belgrado, pero callaron mientras la metralla trituraba Vukovar o martirizaba Sarajevo porque, entonces, las víctimas las ponían otros. La panoplia argumental de todos estos adversarios de la ofensiva aliada consta de tres piezas principales. Una, que la acción militar en curso viola la legalidad internacional al no estar aprobada por la ONU. Argumento sofístico donde los haya, pues todos sabemos que, en el Consejo de Seguridad, el veto ruso bloquearía cualquier resolución contra Belgrado, y no precisamente por escrúpulos éticos, a juzgar por lo acontecido en Chechenia hace cuatro o cinco años; pero, además, argumento hipócrita, porque ¿acaso el inequívoco respaldo de la ONU a la Tormenta del Desierto impidió que los antiotanistas de hoy se opusieran a la guerra contra Irak y le hallasen toda suerte de disculpas a Sadam Husein? Se ha dicho también profusamente, estos días, que el mundo rebosa de opresiones colectivas, de genocidios a gran o pequeña escala y de déspotas sueltos, que muchas de las potencias atlánticas son cómplices de esos desmanes y que no se aplica a todos el mismo rasero. Pero, incluso si este razonamiento minimizara la talla criminal del régimen de Milosevic, ¿bastaría para instaurar la impunidad universal? Dicho de otro modo, la existencia de las purgas estalinistas, de Katyn y del gulag, ¿deslegitimaba a los aliados de 1945 para sentar en el banquillo de Núremberg a los jerarcas del Tercer Reich? ¿Hubiera sido mejor dejar libres a los Goering, Ribbentrop y compañía, puesto que sus juzgadores tampoco estaban limpios de pecado? En términos de mayor actualidad: ¿sería la imposibilidad de juzgar a Videla, a Stroessner o a Duvalier un fundamento válido para exonerar a Pinochet y mandarle de vuelta a casa? ¿Invalida el caso GAL al juez Garzón para procesarle? En fin, quienes conceptúan de inadmisible la mera hipótesis de que la OTAN actúa por razones humanitarias se han esforzado en atribuir los raids aéreos a otros intereses, viles e inconfesables. Para su desgracia no pueden, como en Kuwait, invocar el petróleo, porque en Kosovo no hay petróleo, ni la cortina de humo, porque el caso Lewinsky ya está cerrado. Así pues, han debido contentarse con vagas alusiones a la industria de armamento -que no parecía, hasta el 24 de marzo, afectada por recesión alguna-, han desempolvado la vieja monserga de que la implosión yugoslava fue inducida arteramente por Alemania y, con unas lágrimas de cocodrilo en honor de la estupenda Yugoslavia federal que los nacionalismos descuartizaron, escamotean o enmascaran la responsabilidad central, básica, de Milosevic en esta catástrofe por entregas que dura ya una década. Sin embargo, la realidad es más tozuda que los prejuicios. "El reconocimiento, por parte de la Comunidad Europea y Estados Unidos, de ciertas repúblicas fue la consecuencia del desenlace de los procesos de destrucción internos, y en modo alguno la causa de la desintegración del Estado", escribía en 1996 Olivera Milosavljevic, profesora de Historia en la Universidad de Belgrado; ella y otros científicos sociales serbios de orientación crítica publicaron en esa fecha un libro espléndido, Radiografía de un nacionalismo. Las raíces serbias del conflicto yugoslavo, que -traducido después a diversas lenguas occidentales- es hoy una brújula preciosa para orientarse en el drama balcánico. Si quienes opinan tan alegremente lo hubieran siquiera hojeado verían cómo, aunque ello contravenga el tópico, 45 años de comunismo reforzaron la lógica etnonacionalista e institucionalizaron la desconfianza recíproca entre las distintas naciones y repúblicas de la Yugoslavia titista. Y conocerían el proceso a través del cual, desde 1980, la élite serbia comenzó a cultivar los miedos y los resentimientos de su pueblo, explotó la tensión étnica en Kosovo, cuestionó la Constitución de 1974 y, amalgamando los intereses del partido único y de la intelectualidad oficial con los del aparato militar y policiaco sin desdeñar el apoyo de la Iglesia ortodoxa, configuró la coalición antidemocrática, la alianza roja y negra protagonista del putsch que llevó al poder, en 1987, a sus elementos más retrógrados y antieuropeos, encabezados por Milosevic. A partir de ahí el desastre estaba asegurado, aunque otros ingredientes y otros actores hayan contribuido a él. En 1989, Slobodan Milosevic publicó el libro Godine raspleta (Los años decisivos), considerado la biblia del nuevo régimen nacional-socialista serbio, en cuyo prólogo señalaba los tres objetivos básicos de su programa político: conseguir un status justo para Serbia en el seno de la federación yugoslava, resolver el problema de Kosovo y poner fin "al último éxodo en suelo europeo" (sic). Todavía está en ello.
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