DÍAS EXTRAÑOS Uno de los suyos RAMÓN DE ESPAÑA
Ser una buena persona, o parecerlo, resulta a veces muy rentable. Fíjense en Bruce Springsteen, ese noblote cantautor norteamericano que corre estos días por Barcelona. Nos entierra a todos en petrodólares, pero no por ello deja de lanzarnos el mensaje de que, en el fondo, es como nosotros: un buen chaval que quiere a sus semejantes y que sólo aspira a que en el mundo reinen la paz, el amor y la justicia. Nos cae tan simpático que nos endilga una recopilación de descartes (es decir, de canciones que no encontraron cabida en ningún disco anterior, probablemente por su calidad discutible) y nos lanzamos a la calle a adquirirla. Bruce es un tío legal, aunque sea millonario. Y, sobre todo, es auténtico, un término que permite intuir, tal vez, que cantautores tan dignos e ignorados como Randy Newman o el difunto Nick Drake son de plexiglás. Ser auténtico te permite, entre otras cosas, componer cada año las mismas canciones y que todo el mundo diga que te mantienes fiel a ti mismo en vez de insinuar que te repites más que el ajo. Ser auténtico comporta tirarte tres horas en el escenario hasta que tus admiradores te supliquen de rodillas que te calles, que tienen que volver a casa y están a punto de cerrar el metro. Ser auténtico es un chollo, amigos, pues te permite subirte a un escenario y ocultar bajo el fragor de los decibelios el siguiente discurso: "Yo soy millonario y vosotros sois unos pringados, pero a cambio de vuestro dinero os permitiré que os hagáis la ilusión de que somos colegas". Mantenía el gran Nik Cohn que esto del rock and roll empezó a irse al carajo cuando Bob Dylan y los Beatles se empeñaron en dotar de trascendencia a lo que hasta entonces era una de las cosas más divertidas del mundo. Yo no soy tan radical como el hombre que se inventó a Tony Manero (me gustan los Beatles y me hace mucha gracia que Dylan cante para el Papa y luego le cobre), pero creo que hay algo de razón en lo que dice. Especialmente si tenemos en cuenta que la trascendencia del señor Springsteen, que funcionaba en la época de su estupendo álbum acústico Nebraska, ha ido derivando hacia una llantina insoportable sobre la pérdida de la inocencia, el fin del sueño americano y demás tópicos apolillados de esos que ya da grima oír. De todos modos, le prefiero triste: cuando suelta la fanfarria épica a lo Born in the USA ya no hay quien le aguante. No sé qué tiene la gente en contra de las estrellas inalcanzables: por lo menos, no engañan a nadie. A principios de los setenta, a nadie se le ocurría considerar la posibilidad de compartir unas birras con aquel marciano andrógino que se hacía llamar David Bowie. Pero ahora hay quien cree que Bruce se va a bajar del escenario para invitarle a unos berberechos. Mientras Bowie te dejaba bien claro que sólo era un mercader de sueños, Springsteen te vende la moto de la autenticidad y de lo buen chaval que es durante tres horas (evidentemente, luego se mete en la limusina y si te he visto no me acuerdo). Personalmente, entre el alienígena zumbado y el pedazo de ser humano superaccesible me quedo con el primero, más que nada porque el segundo es falso: Springsteen, como Bowie, es una estrella. Se lo ha ganado a pulso y, probablemente, se lo merece. Pero, por favor, que nos ahorre esos rollos patateros de sano muchachote de New Jersey que es como nosotros pero con más dinero, porque algunos ya estamos un poco creciditos para tragárnoslos. Un héroe de la clase obrera es algo que merece la pena ser, cantaba John Lennon hace un montón de años. No puedo estar más de acuerdo, pero aún diría más: ser un héroe de la clase obrera puede hacerte inmensamente rico.
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