Mono, demasiado mono
Cuando Konrad Lorenz, en su libro Sobre la agresión, sugirió que la agresividad humana podría tener un origen parcialmente biológico -es decir, que podía ser en parte innata-, lo acusaron de fascista. Lorenz durante la Segunda Guerra Mundial sirvió como médico con los alemanes, al igual que hicieron muchos austríacos que se vieron involucrados en el conflicto. Algunos filósofos, antropólogos y sociólogos de izquierdas utilizaron este argumento para desprestigiar las ideas de Lorenz, y acusarle de determinista y racista. Una agresividad humana de carácter innato parecía incontrolable y sin posible solución, y podría justificar los más sangrientos crímenes. Incluso algunos sociólogos se opusieron rotundamente a que un científico hiciese aquella clase de incursiones filosóficas. De nada le sirvieron a Lorenz las palabras que inician su capítulo Predicando la humildad: "Quemaron a Giordano Bruno porque decía que la humanidad entera en unión de su planeta no era más que una mota de polvo en una nube numerosísima de otras motas iguales. Y cuando Charles Darwin descubrió que el hombre tenía el mismo origen que los animales, con gusto lo habrían matado también". Lorenz fue públicamente inmolado por los sectores progresistas y "de letras", y sus ideas y postulados sobre la agresión quedaron como un exabrupto de un "naturalista chiflado". Debo advertir sobre mi admiración hacia Konrad Lorenz. Su libro Hablaba con las bestias, los peces y los pájaros, contribuyó de manera decisiva en mi interés hacia la naturaleza. Como también contribuyeron posteriormente los trabajos de sus compañeros y discípulos Niko Tinbergen y Irenäus Eibl-Eibesfeldt, excelentes etólogos y agudos estudiosos del comportamiento animal. Pero Konrad Lorenz se metió en un buen apuro con Sobre la agresión, y aquella humildad que predicaba ("El hombre se complace en considerarse el centro del universo, distinto de todo lo demás que hay en la naturaleza, algo esencial y superior") fue interpretada como un aburdo deseo darwiniano de devolvernos a la selva. Por eso, cuando quince años después Edward O. Wilson escribió su Sociobiología, y de nuevo intentó comparar el comportamiento humano con el de otras sociedades animales, la reacción fue igual de violenta que en el caso de Lorenz. Wilson intentó defenderse (el libro estuvo a punto de ser prohibido en los Estados Unidos y lo estuvo durante años en la URSS) con un nuevo ensayo titulado Sobre la naturaleza humana donde criticaba a los filósofos y sociólogos que hablan del hombre desconociendo totalmente su biología: "Uno de los grandes sueños teóricos sociales -Vico, Marx, Spencer, Spengler, Teggart y Tonybee, entre los más innovadores- ha sido el establecimiento de leyes de la historia que puedan ayudar a predecir algo del futuro de la humanidad. Sus esquemas han sido de pobres resultados porque su comprensión de la naturaleza humana no tiene base científica". No hace falta decir que a Wilson también lo tildaron de determinista (y cosas peores), así como a su epígono más conocido, Richard Dawkins, autor de El gen egoísta. Y, sin embargo, durante estos días en que la guerra más absurda irrumpe como nunca en nuestras casas, me pregunto cómo no creer que el odio, la xenofobia, la barbarie, tienen en nuestra especie una impronta genética irreductible. ¿Cómo aceptar que esta guerra suicida, realizada en el corazón mismo de Europa y a unos meses de entrar en el mítico año 2000, tiene una explicación que no reposa en la biología más hórrida y salvaje? El hombre sigue tropezando en la misma piedra con la que ha tropezado desde los albores de los tiempos: la piedra de la ignorancia sobre si mismo. Durante este siglo ha aceptado -con resignación- que su origen biológico debe buscarlo en los primates, pero sigue oponiéndose a descubrir en éstos algunas bases de su comportamiento. Y de aquí nace la gran tragedia humana: el hombre es un mono que no sabe que se comporta como un mono. Un ridículo mono que se cree el centro del universo.
Martí Domínguez es escritor.
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