Primavera
Abril, un mes que sólo es cruel con la gente del norte, me cazó en Tarquinia. Llovía sin ganas, pero lo suficiente para asustar a los autocares de ancianos y los autobuses de escolares, así que la ciudad de los muertos, las 600 tumbas excavadas por los etruscos en blanda roca volcánica, estaba desierta. La hierba recubre con una piel más dorada que verde las ondulaciones de los túmulos, y las portezuelas que conducen a la cavidad subterránea no rompen el paisaje. El aire estaba fresco, animado por el relumbre del mar cercano. Antaño, las pequeñas grutas fúnebres guardaban bajo tierra la urna del difunto, pero hoy están vacías y los frescos que decoran muros y techo aún parecen más luminosos.En estos pequeños cubículos nada nos recuerda nuestra muerte, sino el gozo y la tempestad de la vida. Cientos de cuerpos desnudos o apenas cubiertos con túnicas transparentes danzan desde hace 2.500 años. Vuelan aves, saltan curvados delfines, las leonas acechan a la corza, hombres y mujeres reclinados discurren y beben vino, hay parejas y también tríos que copulan bajo una sutil palmera o frente a un enigmático toro de rostro humano. No podemos oírla, pero en cada celda resuena la música de flautas y cítaras, el chasquido de las muchachas que bailan chocando los crótalos.
Así era el mundo de los muertos en la Tarquinia etrusca, una contagiosa alegría pintada con trazos exactos que se complacen en afirmar la carne humana y la tierra fecunda. Y si ése es todavía, 2.500 años más tarde, el enérgico mundo de los muertos antiguos, ¿cuál no habría de ser la fuerza y la convicción con la que pisaron esa misma tierra para guerrear, labrar, conversar, negociar, copular o beber el vino de los vivos? Quizás por eso nosotros sólo podemos representar a nuestros muertos con estadísticas.
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