Oye, tú, Francisco Villa...
No dudo en calificar la obra de Friedrich Katz Pancho Villa como una pieza maestra de la historiografía contemporánea. Junto con el Zapata de John Womack, forma el díptico de las grandes biografías de los caudillos de la Revolución Mexicana. Nos faltan libros equivalentes sobre las otras grandes figuras: Madero, Carranza, Obregón, Calles y Cárdenas. Varios de entre ellos han sido objeto, en cambio, de notables encarnaciones novelescas. Madero, en la novela de Ignacio Solares; el dueto sonorense, en La sombra del caudillo, de Martín Luis Guzmán; Carranza, en esa preciosa obra que es El rey viejo, de Fernando Benítez, y Villa, además de Guzmán, ha sido personaje de Nellie Campobello y Rafael F. Muñoz.La biografía de Katz comparte, sin embargo, con la creación literaria, la enigmática relación entre la palabra y la acción. ¿Desencadenan los hechos a las palabras, o, más bien, son las palabras el anuncio de los hechos? Éste es un problema central, sobre todo, de las revoluciones, y nadie lo vio más claramente que St. Just, el joven tribuno de la Revolución Francesa. Mientras una revolución lucha contra la tiranía, es épica. Cuando lucha contra sí misma, se vuelve trágica. St. Just adivinó su destino. Murió guillotinado, a los 27 años de edad, por la misma revolución que defendió con denuedo.
El destino de Francisco Villa se inscribe dentro de este arco que va de lo épico a lo trágico. Cruzar la frontera en 1913 con sólo ocho hombres y tres meses después encabezar la División del Norte con una hueste de 10.000 hombres, ganar Zacatecas y Torreón y asegurar, más que cualquier otro cuerpo armado, el triunfo contra Huerta y el Ejército Federal: todo ello pertenece al orden de la épica. Una épica popular en la que el héroe hace su propio poder, no lo hereda de nadie.
¿Cómo emplea Villa ese poder? Katz se plantea, porque las ha estudiado a fondo, las cuestiones que el "mito Pancho Villa" deja de lado. ¿Cómo conviven en Villa el jefe militar y el reformador? Pues, al frente del Gobierno de Chihuahua, Villa, nos indica Katz, controla vastos recursos, le impone una disciplina férrea a su ejército, corta en seco el desorden inherente a un ejército popular triunfante, evita cuidadosamente la destrucción de la riqueza y el saqueo, expropia las tierras de la oligarquía, cancela las deudas debidas al agro y desarrolla un programa de educación pública.
¿Fue Villa el ejemplo extraordinario de una revolución en marcha que gana victorias militares a la vez que implanta las reformas de la tierra, la educación y la salud? ¿Cuál fue el alcance y cuáles los límites de esta acción revolucionaria de Villa? El Centauro del Norte sólo estuvo cuatro semanas al frente del Gobierno de Chihuahua, de manera que su acción reformadora debe medirse dentro de un lapso muy apresurado. ¿Cuáles fueron, dados estos límites, los alcances y los defectos de las reformas villistas?
Lejos de la imagen del cabecilla sangriento (¿lo fueron menos Carranza, Obregón y Calles?), Katz describe minuciosamente las medidas de disciplina que Villa impuso a la División del Norte. Pero no deja fuera los desmanes de un hombre incontrolable, Rodolfo Fierro, ni la corrupción de Tomás Urbina, amigo de instalarse for good en las haciendas de la antigua oligarquía chihuahense. (Tomás Urbina fue, en este capítulo, el modelo para mi personaje Tomás Arroyo en Gringo viejo).
No pasa por alto, sobre todo, la reticencia de Villa frente al fenómeno agrario. Si por un lado respeta a los colonos víctimas de la concentración latifundista, se cuida de no desmembrar las unidades de producción y, sobre todo, no toca con el pétalo de una rosa a los norteamericanos y sus propiedades. Katz ilustra ampliamente el cuidado con que Villa trató a los "gringos". La razón: por el norte pasaban las armas a México. Y el eventual reconocimiento de Villa por Estados Unidos era una esperanza bien fundada en 1913-1914.
Del apoyo a Villa a las maquinaciones de Washington para lograr en México un Gobierno representativo y de unidad de las facciones, al apoyo final -a regañadientes- al nacionalista Carranza, el presidente Wilson practica una política de oscilaciones determinada, al cabo, por la inminencia de la I Guerra Mundial, las intrigas del káiser GuillermoII en México y, sobre todo, las presiones ejercidas sobre la Casa Blanca por grupos interesados en invadir a México, anexionarlo o convertirlo en un protectorado. El magnate de la prensa William Randolph Hearst ("el Ciudadano Kane"), el senador Albert B. Fall y la Texas Oil Co. son los principales instigadores de la política de sumisión mexicana. La ocupación de Veracruz y la punitiva de Pershing son las concesiones de Wilson al intervencionismo norteamericano. Desocupar Veracruz y entregarle el depósito de armas a Carranza, el indicio de cuál sería la opción de Estados Unidos en México. La decisión de Villa de regresar al norte en vez de lanzarse contra Veracruz y Carranza, el error que inició su declive. La superioridad táctica y estratégica de Obregón para romper los asaltos triunfales de la caballería villista con trincheras, loberas y artillería sella la derrota militar de la División del Norte.
Francisco Villa hizo su propio poder. No lo heredó de nadie. Es dramático ver cómo ese poder ganado por un hombre desposeído al cabo se pierde.
Aparece entonces la doble cara de Villa. En la victoria no hay terror. En la derrota el terror aparece. La observación de St. Just se antoja pertinente. La revolución contra la tiranía es épica. La revolución contra sí misma es trágica. "La fuerza de las cosas", dijo el tribuno francés, "nos conduce acaso a resultados que no habíamos imaginado. Nuestro propósito es crear un orden de las cosas de manera que un impulso universal hacia el bien se establezca...".
Albert Camus reprochó a las revoluciones que rebasasen los límites. Pero sin ellas, se preguntó el filósofo católico francés J. M. Domenach, ¿sabríamos que existen límites? Si una revolución es, como pensaba St. Just, la lucha entre el demonio de la esperanza y el demonio de lo irremediable, nadie mejor que Francisco Villa encarna este dilema. Es el del "otro" México que él, con todos sus afanes y defectos, representó. La astucia política de los triunfadores -Obregón y Calles- supo convertir lo irremediable en esperanza. Cárdenas le dio vida real a esa operación, y en sus avatares hemos vivido, durante más de medio siglo, los mexicanos.
Katz admite que, entre la epopeya y la tragedia, lo que queda de Villa es su mito. La fama universal del personaje, los libros, las películas, los corridos, la paradoja de que, a pesar del ataque a la población de Columbus, Nuevo México, existan monumentos en honor de Villa en el suroeste de Estados Unidos.
Pero queda también, asociada para siempre a su leyenda, la esperanza del otro México, del segundo país, de la nación rezagada que sigue cantándole "Oye, tú, Francisco Villa, ¿qué dice tu corazón?".
Acucioso, bien documentado al extremo, pero fluido y elegante siempre, Friedrich Katz nos presenta, vivos, a nuestros fantasmas.
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