Vera vita
HÉCTOR MÁRQUEZDentro de la sala cerrada hay un trozo de verdad, de vida auténtica. Hay que encerrarse en el cine para descubrir este cacho de realidad a palo seco, porque durante estos días las calles han suplantado la vida por el teatro ritual de la muerte. Conviene recordar que no todo andaluz es cofrade: desde el televisor nos han asaltado goles a novenas, nazarenos a millares, romanos en cinemascope o kosovares huidos. La pasión y la muerte nunca se ha librado del espectáculo. Sin embargo en las pantallas de cine de media Europa puede verse una película modesta y grande como lágrima sin artificio. Solas la ha firmado un hombre que nació en Lebrija hace 35 años. Dan ganas de decir que este hombre y su equipo de actores prodigiosos han inventado un "cine andaluz" que por fin abandona la complaciente opereta que asumimos como "lo nuestro". En la película de Benito Zambrano sucede en Sevilla sin Macarena, Lopera o Gran Poder. En su película se desenmascara una realidad machista y ensimismada donde la compasión es especie en extinción. Y en ella, los personajes hablan como nosotros, no como en la televisión o en la radio dicen que hablamos nosotros. También en Lebrija nacieron las bases de un teatro andaluz. El Teatro Lebrijano lo dirigía Juan Bernabé que murió de un tumor cerebral en 1972 y que con Oratorio capitaneó una nave colectiva de crear una forma propia de decir el silencio. Allí un joven Salvador Távora se formó para después desarrollar en Quejío o Andalucía Amarga una manera de fundir cante flamencos con formas rituales de tragedia. Juan Bernabé y ahora Zambrano miraban alrededor para decir cosas ciertas. La verdad de María Galiana -un Goya para esta actriz que nos ha ido tumbando de verdad en cada aparición-, Carlos Álvarez, Ana Fernández o Juan Fernández le han acompañado. Cuando el sábado noche salían apenas veinte personas acongojadas del cine Alameda en Málaga de la proyección de Solas, las calles se habían vaciado de capirotes o de humoristas como Ángel Garó recitando exaltados poemarios a vírgenes y cristos malagueños. Ya no lucían, como rastro pío, toneladas de basura, la cáscara del negocio, al pasar los carros del teatro de pasión. La Alameda volvía a quedarse con sus veinte putas, sus mendigos sin techo o sus marroquíes invitando a entrar en un hostal. De pronto la vida era como en Solas. Quizá no tan sagrada, pero mucho más cierta.
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